Tuesday, June 29, 2010

Pescados muertos...


Pescados muertos, con los ojos abiertos, en el mercado de abajo... y cangrejos que mueven sus patas con cierto presentimiento de agua hirviendo... y que recuerdo a mi madre en los días de paella, haciendo aquella magia de lo rojo que me hacía llorar por los cangrejos... jamás pude comerlos, pero me encantaba verlos sobre el arroz amarillo... las gambas eran otra cosa, siempre han sido otra cosa... nunca sentí lástima por las gambas, ni por los langostinos... recuerdo que mis únicas oportunidades de comer gambas caían en la terraza del desaparecido bar Sol, cuando a mis padres se les ocurría que tomásemos juntos un piscolabis, que siempre venía acompañado por una ración de gambas al ajillo o por una de calamares a la romana... los langostinos eran de otro nivel y solo se podían comer en la bodas, justo antes del cochinillo asado... había mujeres que llevaban una bolsita y la llenaban de langostinos para llevarlos a casa y tener arreglada la comida del día siguiente... eso a mí me daba vergüenza [propia y ajena]... recuerdo las bodas de mi época de crío como algunos de los momentos más felices... estrenaba ropa, comía pastas de Cela y bebía Fanta de naranja sin que nadie me pusiera un tope [eso durante el ágape de dar la mano y decir ese ‘que seáis muy felices’], cenaba como un animalillo... ya digo, langostinos con mahonesa, ibéricos, cochinillo asado y postre... y de todo repetía, de todo... y del postre, más, pues siempre acababa comiéndome los dos míos y el de mi padre... y luego el baile... no había hora de acostarse en las bodas... no había que meterse en casa a las nueve, como el resto de los días... durante el baile, los críos jugábamos a pillarnos o a mirar cómo bailaban los adultos, que era chuli observar cómo se tramitaba un pasodoble o una yenka... y también cómo los hombres ponían sus manos en las cinturas de las mujeres, que era algo que no se veía en los días normales... y siempre había algún pariente que bebía de más y empezaba con aquellos gritos de ‘¡Vivan los novios!’, para terminar bailando en camiseta de tirantes, con una servilleta encajada en la cabeza por cuatro nudos y enzarzándose con alguno por haberle dicho alguna impertinencia a su señora... recuerdo que, después de algunas bodas, me pasaba dos o tres días con los labios irritados y rojos por beber las fantas a morrito, e incluso me entraban disfunciones leves de vientre que mi abuela arreglaba con pastillas ‘Laxen Busto’, si había retención, o con manzanillas de anís si me iba de bareta... pero estaba hablando de los cangrejos... mi madre compraba la pesca en la pescadería de Pepón y el hombrito, que era grandón, siempre me regalaba un cangrejo vivo que me daba metido en una bolsita... yo no lo quería, pero el Pepón se empeñaba y tenía que llevármelo... al llegar a casa, llenaba un barreñito de agua y metía al cangrejo dentro... y el pobre empezaba a soltar burbujitas, que yo creía que se ahogaba y lo sacaba rápido... hasta que llegaba el domingo y el pobre cangrejo ponía firma a la paella de mi madre... y a mí me daba penita del bicho, coño, y le decía a mi madre que el próximo cangrejo lo soltaríamos en El Canalizo... y mi madre me decía que sí, que no me preocupase... y yo no me preocupaba, claro, porque lo decía mi madre... aunque después de mucho tiempo me di cuenta de que mi madre no era muy fiable con sus promesas relacionadas con la comida... nunca toleré la cebolla ni el ajo [ni aún los tolero] y mi madre juraba y perjuraba que sus comidas no llevaban jamás alguno de esos ingredientes, pero yo estaba avezado en descubrirlos, sobre todo por el olfato, y me negaba a tomar esos alimentos... y mi madre insistía hasta la extenuación en asegurar que ‘ni cebolla, ni ajo, mi rey, palabrita del Niño Jesús’... pero yo se lo perdonaba siempre, como le perdonaba que, cuando quería despertarme de adolescente para ir al instituto, utilizaba el bote de laca para el pelo [yo odiaba ese olor, como odio las cremas]... me fumigaba y yo salía de la cama como si me llevasen los demonios y me metía en la ducha para quitarme aquel olor insoportable...
El pescadero siempre me hace un gesto casi imperceptible según dirija mi mirada a un pescado o a otro... y yo decido qué hay que comprar... pero siempre son peces muertos con los ojos abiertos como platos... cangrejos, no... cangrejos nunca compro.

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