Friday, November 10, 2006

Antonio Gamoneda


Recibo hoy un bonito regalo de noviembre, pues Antonio Gamoneda me envía su nuevo libro, «Sílabas negras», editado por la Universidad de Salamanca como saldo en letras del XV Premio Reina Sofía que le fue otorgado al poeta y amigo; y me agrada más porque la edición está a cargo de su hija Amelia y de Fernando R. de la Flor.
Recuerdo ahora al poeta en Cambrils, achacoso y locuaz, intentando un cigarrillo a escondidas... o en la Sierra de los Pedroches cordobesa, ambos sentados en el recibidor de un hotel mediocre... o en Béjar, conociendo de primera voz una salsa para carne que hace mi madre a la que en casa llamamos «hijoputa» –no sé si Antonio llegó alguna vez a probar la receta–. En fin, que leeré sus negras lágrimas con lentitud arcana, en silencio –sin música– y buscando concentración... porque yo aún tampoco sé que soy unas manos.
Gracias, Antonio.

(22:24 horas) Los días de otoño que sienten nostalgia del verano me deprimen profundamente. Suelo despertar con la idea clavada en la frente de un paisaje xantofílico con media niebla jugando al escondite de los castaños, los robles y los álamos... incluso en el entresueño huelo la humedad de una noche eterna de lluvia.
Cuando abro la ventana de mi habitación y me doy de narices con un sol hiriente, casi insultante, se me cae el mundo...
Despierto a Guillermo –ya estamos él y yo solos en casa a las ocho y media– y lo llevo a mi cama para que vea diez minutos la tele mientras me ducho y me aderezo –eso le sirve para conectarse poco a poco con el mundo–... me visto y luego procedo a vestirle a él entre cosquillitas y risotadas –más dosis de conexión positiva con el mundo–... Desayunamos nuestro tazoncito de leche con Nestquick, arropado por unas galletinas o unas magdalenas, y de ahí al rito de los pises, la lavada de dientes a la par y el peinado repeinado con agua corriente y colonia –mi niño se ducha siempre antes de acostarse, porque si no la prisa de la amanecida nos sacaría los nervios a los dos–. Luego, el rito de las gafas, ponerse los zapatos, revisar la mochila para el cole, embuzarnos en abrigos, cazadoras o trenkas... y armar un zipizape de carreras para ver quién llega primero al ascensor, quién abre la puerta del portal o quién toca vencedor el capó del coche.
Y de esas carreras breves pasamos a la más importante del día: llegar a la puerta del cole antes que Daniel y su madre o que Juan y su padre, adelantar al furgón de reparto de pan o poder detenernos justo en nuestro lugar de parada favorito –al lado de la barandilla que protege la puerta del cole–. Y dejo allí a mi compañerito diciendo adiós con la mano y tirándole besos mientras le veo enredarse en conversación con algún coleguilla que espera en la puerta...
Y de allí a la tristeza del día de otoño soleado, con la chaqueta y el alma sobrándome, camino al curro –más tedioso y desolador que el puñetero día de sol– para ser un cero a la izquierda de la nada.
Mi hijo me salva, por lo menos.
¡Gracias, chaval!

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