Thursday, February 1, 2007

La verdad siempre resulta triste.

Quizás el nivel de aislamiento dé la medida de la vejez particular, y no sea el tiempo en su decurso el que tome tal decisión. Uno envejece socialmente –lo social lleva a lo físico– en la medida en que va siendo aislado, no tenido en cuenta para la toma de decisiones.
Cuando alcanzamos la madurez (?) solemos ser centro de la mirada de nuestro núcleo cercano, ya sea social, familiar o profesional, buscando siempre la dirección a seguir. Ahí ocupamos la cumbre y marcamos el camino –mal o bien, que eso casi nunca se sabe–. El hijo se refugia en la seguridad del padre, el aprendiz en la del obrero experto y el político imberbe en la del político avezado y curtido en mil batallas. Entonces eres de alguna forma imprescindible... Después, cuando el hijo crece, el aprendiz aprende y el imberbe político se curte, empieza a llegar poco a poco el aislamiento, que se va notando por esa sonrisa amable que se posa en la cara de la gente, una sonrisa que alumbra su seguridad e indica taxativamente tu prescindibilidad.
Ya en la vejez particular, hay que tomar ciertas medidas para no limitarse a sobrevivir o a sobremorir. Comete grave error quien busca razones y modos con los que volver a hacerse necesario. El momento es crítico y lleno de belleza si se sabe gozar, pues en ese punto de no retorno es justo donde puede empezar a reinar la palabra dicha como verdad necesaria.
Saber que uno puede empezar de nuevo a nombrar las cosas y a adjetivar a los hombres y sus hechos como le salga de los mismísimos cojones. Morir habiendo dicho exactamente todo lo que querías decir es una de las mejores ventajas que trae el aislamiento de la vejez.
Lo malo es que los viejos terminan siendo miedosos en su mayoría y no se atreven a retar con palabras a ese más allá que sólo es vana esperanza.

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