Saturday, January 27, 2007

El fracaso es la pereza de los lúcidos.


Amigo Alberto, a veces me levanto con prevención porque en ese estado de lucidez de la mañana, cuando los ojos apenas pueden despegarse de los párpados, presiento que algo va a cambiar en mi costumbre, en mi normal trasunto diario. Y no es que no quiera cambios, Alberto, que los quiero y grandes, pero tengo cierto temor a que las cosas no se desarrollen en el justo entramado que he edificado con el paso tedioso de los años.
La tranquilidad es campo abonado para la cobardía y el temor. Y yo juego a querer tranquilidad y a romperla, pero me gusta que esa ruptura sea controlada por mí, que no me vengan los cambios dados.
Lo peor de todo esto es que ya no somos niños y la rabia sólo puede llevarnos al ardor de estómago; no como antes, Alberto, cuando cerrábamos los puños y salíamos adelante con sonrisas, porque la juventud te permite cambiar sin más, ya que ella es estación de cambios.
Ahora sé lo que me gustaría ser y lo que me gustaría hacer, lo sé con seguridad; pero esa seguridad también convive con la imposibilidad tangible de ser y hacer lo que quiero.
(22:30 horas) Esta tarde la he dedicado a escribir poemas con el nexo común de Magdalena. Ya tengo un libro en marcha que quizás se titule «La candidez de los seres autótrofos». En él quiero dejar los pensamientos de estos últimos años como observador de un proceso de degradación y desaparición, y tengo la decidida intención de ser duro conmigo mismo y con los demás buscando una crudeza poética que hasta el día de hoy no he sabido trabar. Quiero hablar de la necesidad vana y de la importante, de la animalidad práctica del hombre y también de la animalidad soez, de la humillación del cuerpo y de la mente como peor final, de la pérdida de los valores primarios y de su recuperación con la enfermedad, de la tristeza y del miedo.
Magdalena es un vegetal neto que aún genera fluidos en su eterno estado de letargo y responde sólo a estímulos claros, y lo hace con la lentitud de una brasa que no acierta a extinguirse.
Me dice: «Ya no besa a nadie» [a mí me besa con levedad, despacito]... me dice: «Ya no te conoce»... me dice: «Ya no come sola»... me dice: «Apenas se ha movido hoy»... me dice: «No me conoce ni a mí»... Déjala que deslice una sonrisa leve, ríe con ella, juega y vive... pero no te lamentes, nunca te lamentes, coño... o pregúntale a Dios de qué va esta feria mientras le das mil gracias.

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