Friday, January 5, 2007

No sé parecer lo que no puedes ver en mí


Me llega delicioso paquete del colega José María Cumbreño Espada junto a una carta llena de afecto. [Anoto el recibí de «El coleccionista», de mi recordado Rafael Pérez Estrada y en edición de José Ángel Cilleruelo; «El ancho olvido» de Malén Álvarez, «Muertes impares» de Florián Recio, «Antología sumergida» de Javier Rodríguez Marcos, «La princesa y la muerte» de Gonzalo Hidalgo Bayal y «Entrevistas literarias» de Liborio Barrera]. Mil gracias, José María.
(12:05 horas) Cualquier amago de profesionalizar el arte, el sentimiento o la literatura me parece abyecto, sobre todo si dicho ánimo es apriorístico: «voy a escribir, pintar, sentir para vender...». Otra cosa es el después creativo, que ya pertenece a otras manos y a otros ojos. Aún en ese punto, en el de las postcreación, siempre me joden ciertas maneras mercantilistas y clientelistas que son capaces de destruir la luz creativa con su niebla de intereses.

Viene esto a que recuerdo hoy vivamente a Rafael Pérez Estrada –otra vez, que su recuerdo late en círculos en mi cabeza; y ésta gracias a José María–. Él, que fue la generosidad hecha carne, que siempre supo acercarse a cualquier alma sensible con una sonrisa, dando sin pedir; que escribió como los ángeles vencidos sin medir la condecoración o el fracaso, que supo ser brillantemente discreto y, sobre todo, amigo eterno de sus amigos... Ahora, en este tiempo marcado por su falta, es seleccionado, antologado, escogido y puesto a secar por tipos que saben hacer dinero de lo que él conseguía llevar al terreno de los sueños, de las alucinaciones y de la sorpresa. El mago en el mercado exhibiendo sus vísceras a los ojos compuestos de todos los insectos necrófagos.
Vuelvo a recordar que llamé hace un par de años a su albacea y le dejé mensajes sin obtener respuesta alguna. No me importa su silencio, pues cada día disfruto de todos los dibujos que me hizo el amigo y cualquier día, sin contar con nadie, los daré a la luz en una edición limitada para mis amigos y los suyos.
Y los albaceas que albaceen, antologuen, reúnan, seleccionen a su antojo, a su puto y goloso antojo.
(12:23 horas) Sé que en mi caso es imposible, pero me gustaría desentenderme de lo material para que mi individualidad aprenda a crecer mejor. El problema fundamental de obtener tal desentendimiento radica fundamentalmente en que a tal circunstancia irá siempre unida una grave dosis de egocentrismo y de iracundia propiciada por cada una de las intromisiones del otro en mi decurso vital de soledad... Otra opción viable puede ser la del desinterés, trabajar el desinterés como opción de escape a la dictadura de los demás.
En fin, elucubraciones de un discapacitado para asuntos de individualidad y desprendimiento.
(18:39 horas) Me he dado cuenta de pronto que estoy en el bando de la eufonía, me gusta el ritmo machacón, la música en la palabra, los vocablos blandos y redondos, la rima que sorprende (nunca la buscada). Me fascina la palabra «muslos» y me enloquece la palabra «vértice». También me encanta crear palabras sin sentido, pero con sonido y sensación de blandura: «algábala», «dolamela», «voralanda», «dusmilebla»... y enredo con ellas creando una tranquila melopea que llega a hacerse física.
A veces también juego a un ritmo hecho de números, los pronuncio en alto dándoles distintas entonaciones y cadencias... es divertido y ayuda al ritmo de mi mala poesía.

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