Imagen tomada en Béjar el día 18 de diciembre. |
Ser consciente de la muerte propia da vidilla y abre el cuerpo y el espíritu a la posibilidad... amo porque me muero, escribo porque me muero, me desato porque me muero, acojo la lluvia y el nublado porque me muero, río porque me muero, vivo porque me muero... y desde ese naufragio [que es puro conocimiento] comienzo a despreocuparme por ciertas cosas del mundo de los hombres... por sus trámites y sus asuntos reglados por acuerdo unánime [es todo una matemática de números rojos], por la mirada crematística y aburridísima del mundo, por las máscaras obligatorias, por el temor de ese dios inventado como sinergia de poder, temor y dinero... vamos, que me empieza a dar todo un poco igual si no despierta en mí cierto interés lúdico.
Cuando uno sabe a ciencia cierta que se muere, es cuando empieza a buscar sensaciones con hambre y a gozarlas, porque empieza a tamizar en su vida y concluye que el sentido común es un absurdo moral que ya fue atado por otros hombres con el acre objetivo del sometimiento. No es un tiempo de compromisos, porque es un tiempo de verdades tangibles que se cuecen en un tiempo presente, y los compromisos son siempre en clave de futuro [humo, puro humo y cadenas].
Alguien me dirá entonces... “pero sin compromiso no llegamos a ninguna parte”... es que no vamos hacia parte alguna, que somos solo una química en valores absolutos. El hombre es un ser por acumulación de seres, un complejo de potencias que se resumen en un continuo de acción/reacción en un ser falsamente unitario. Cada célula da y pide, cada tejido aporta y reclama, cada órgano responde y utiliza. También somos contradicción biológica, conteniendo lo ansiogénico junto a lo inhibitorio... y ahí es donde la consciencia de muerte puede intervenir para bloquear el proceso y desatar al hombre vital que necesitamos cada uno.
Saber que vas a morir te hace más libre... mucho más libre.
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