Tuesday, June 26, 2007

Recuperar la utopia.

Yo conozco el tempo político porque lo viví con intensidad ya hace unos años y sé que es un tempo cabrón y voluble, traicionero y contradictorio… un tempo que no tiene nada que ver con el tempo real en el que nos movemos los hombres de paisano.
El tempo político se mide en unidades de riesgo a veces y en unidades de oportunidad casi siempre. Su calidad es el “ya, como sea” y su consecuencia está totalmente abrazada al no y al sí, nunca al quizás.
En ese tempo se vive fundamentalmente mal, pues su desarrollo combina la inexorabilidad con la falta de aire presupuestario y, a mayores, con la decisiva emoción de no defraudar a los que ya parten con el presupuesto de ser defraudados.
La única medicina que conozco contra el mal del tempo político es contar con un proyecto sólido y bien estructurado en plazos rígidos, un proyecto que llevar a cabo a pesar de los pesares y sin despistarse ni un ápice de la línea marcada.
(12:15 horas) Siempre he pensado en el progreso como en una trampa selectiva que elimina a los que no se adaptan a él [me refiero, por supuesto, al progreso técnico], creando un mundo de pequeñas élites capaces de dominar el mundo por apropiación y uso insolidario de esos conocimientos. El estado de las cosas en función de ese progreso es el de grandes masas embebidas por la virtualidad y por una suerte de fe en unas tecnologías que no pueden comprender, pero en las que creen a pies juntillas.
Otro aspecto preocupante del progreso en nuestra sociedad es el de los valores morales [apártese el componente religioso], que discurren por caminos extraños en los que la tolerancia y la intolerancia se han fundido en sus marcas más negativas para producir una sociedad ‘calmada’ [sedada] como grupo de presión y reivindicación, pero absolutamente fiera en lo individual.
Es el capitalismo como norma, el Gran Hermano como fin y el progresismo como mentira asentada en una supuesta sociedad del ocio.
Que se entienda como progresista un sistema que incentiva la competencia sobre la solidaridad [aunque se ponga para hablar esa máscara solidaria], que aparta a sus individuos inútiles para la causa y propicia el poder ejecutivo de la juventud sobre el de la experiencia, que entiende la justicia como globalización de medios y cosas, y aboga por la mediatización tecnológica [mediatizar es alienar] como signo de modernidad… es ir muy mal hacia un futuro racional y humanista.
La solución se averigua difícil, muy difícil, pues ya somos incapaces de darle contenidos a la palabra ‘utopía’ [los chavales no han oído ese vocablo en su vida], esa suerte de entelequia que nos animaba a unirnos y avanzar en otro tiempo en el que la ilusión de los cambios radicales estaba a flor de piel.
Es urgente, primero, definir el necesario contrapoder y, luego, armar poco a poco esa guerrilla pequeña que alumbre la capacidad de minar el sistema desde dentro.
No sé.
•••

Cuando Riobó y yo inventamos el “Golcan” [gol cansancio, del que ya di extensa noticia en una entrada de este diario] y le pusimos reglas, el pórtico de los salesianos era un auténtico paraíso en el que curtirnos en mil juegos físicos, en el que descansar de las jodidas clases en las que la tortura de bajo tono era norma y en el que hacer aquellos recreos en silencio que nos obligaban a soportar los curas para meditar durante la semana de ‘Ejercicios Espirituales’, que andaba siempre alrededor de la Semana Santa [300 niños caminando en silencio durante media hora por el patio].
Del recuerdo de aquel pórtico con sus juegos, del relax de las duras clases y de los silencios forzados… me ha quedado cierta historia tragicómica que ha ido marcando con fuerza cada una de mis situaciones conceptuales y vitales posteriores. La primera situación marcada fue la de mi concepto de libertad, pues accedí a él desde la percepción de falta que se resumía en aquel patio porticado del que teníamos prohibido salir, convocando la definición de libertad vigilida como el máximo con valor de ‘verdad’, de tal forma que los chavales nos moríamos por dejar los juegos de calle y que nos permitiesen entrar en horas no lectivas a aquel recinto, lo que suponía buscar amparo en una rígida normativa para sentirse libre.
Otro valor venido de aquellos vientos fue el de medir antes de actuar, guardar silencio antes de cada decisión para buscar en él un solucionario, casi siempre pícaro, con el que evadirse de la realidad reseca [esto entronca con los recreos de silencio, en los que cualquier susurro daba pie a un cachete sonoro que retumbaba con el eco de las bóvedas]. Y, por fin, el recurso del tuerto en el país de los ciegos, el conformarse con lo malo porque siempre, en el baremo de la vida, existe algo peor.
Y no es que yo me queje de haber llegado aquí y de esta manera, de haberme instalado en un proceso a todas luces defensivo, de pensar siempre en lo malo que me puede llegar de cada decisión tomada, de sopesar el beneficio hasta perderlo, de preguntar y preguntarme constantemente qué es lo que hago mal y no preguntarme qué es lo que hago bien.
Los curas salesianos me hicieron un cobarde, pero también me enseñaron cómo se forjan los audaces y cuánto deben valorarse las propias capacidades sobre las ajenas; me enseñaron a mentir sin vergüenza, pero a saber a ciencia cierta cuál es la verdad; me enseñaron a respetar las ansias de venganza y a odiar con la medida puesta en cada consecuencia, me enseñaron que el trazo es más importante que la ortografía [pero yo equivoqué el concepto de ‘trazo’ con el de ‘contenido’], me enseñaron que el que da primero sabe ya que debe defenderse y está preparado para hacerlo [los golpes esperados duelen menos], me enseñaron que el ‘uno’ es un gran número y el ‘cero’ es la razón inexorable de todo lo que acaba [el resto de los números son mediocres guarismos que te restan de hombre lo que suman de haber y resultados], me enseñaron que Dios es la exacta potencia del uno [elévalo a infinito y verás el resultado], me enseñaron que lo mío es solo mío y que el resto se comparte [luego le di un lavado de conciencia a esta enseñanza], me enseñaron, en fin, que el punto de partida debe ser de una alerta mantenida y de un resquemor firme hacia los otros [vestido de sonrisas y de manos cruzadas, por supuesto].
(23:41 horas)Llega un tiempo en el que anida en ti, sin saberlo, un atractivo sin solución, un atractivo que se ha ido gestando a base de años y usos, de perder las poses y ganar sinceridad en los gestos y en las miradas. Ese tiempo es impertinente, entre otras cosas, porque tu disposición ya apenas contiene potencia y porque lo que ven en ti no es más que el fruto de lo vivido y no algo que admita posibilidad de vida, intensidad y descubrimiento.
Encontrarte de pronto con esa fruslería de que resultas atractivo [cuando jamás se te pasó por la cabeza tal circunstancia, aunque sí el deseo de la misma] te deja helado, desarmado y sin recursos.
Cierto aroma de oportunidad perdida se te posa entre las cejas y entras en la disquisición valorativa de todo el tiempo intentado con un cuerpo joven sin más éxito que el nunca calculado y la graciosa circunstancia de que en el descenso has convocado una mirada golosa. ¡Qué mala suerte, coño!
Ahora llega el deseo ajeno, cuando el centro fracasó y el cetro humilla, cuando la jodida lumbalgia ataca por tres frentes [y ya es difícil], cuando el único verde resquicio sólo anida en la mirada y cuando la vida está tan hecha y tan bien hecha que no la cambiaría por nada. ¿Qué mala suerte?
En todo caso, y en esta edad, se agradece un pequeño baño almizclado para insuflarle al ego ese puntito picante que te hace andar como a saltitos y mirar hacia atrás de vez en cuando… porque el espejo es enemigo firme y pone realidad donde haya un ojo propio que se atreva a mirar este desnudo extraño de canillas de alambre y mofletes lumbares, de canas hasta abajo y algún que otro mordisco que es señal de los años escritos en la piel.
Atractivo y sin ganas, y sin tiempo, y sin alas capaces de volar hacia otro nido que no sea mi casa, mis Ángeles, mis niños.
No está mal a mis años.
Ja.
De Tontopoemas ©...

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