
El mar de coches encrespa su oleaje y hay bandera roja en las aceras junto a un miedo de ancianos que embarga y acojona. Y dormí solo en casa, porque es ya todo barro y gilipolleces, porque no existe opción para los tipos de mediana edad, como yo; porque tengo tres hijos medio abandonados a su suerte y un trabajo delicioso con una economía cabrona que me hunde, y un suegro de papel carbón que ‘necesita’ atención constante… ¡Vaya!, me fui del tema, lo siento.
Salir a la ciudad y verla como un vientre, recién nacida y muerta, bulliciosa y sin un idioma posible, veraz en las esquinas con sombra y profundamente falsa en la luz. Y dibujo un énfasis en la pared de una casa nueva con mi spray de pintura: “Orina en todos los símbolos del mundo, miserable”, y me doy cuenta de que en la ciudad también hay páginas, páginas escritas y páginas por escribir… y, sobre todo, páginas que pasar.
Y de pronto me topé con la lunática, de frente. Me miró a los ojos y me enseño su zapato derecho [lo llevaba vendado con gasa y se quejaba de él: “Este zapato austral tiene dolores muy fuertes en la lengüeta… hay que ir al ambulatorio… llama a un médico… ¡Llama a un médico, coño!… ¡Llamaaaaaa!”]. Intenté hacerle un quiebro para seguir mi camino, pero me cerró el paso: “ja, ja, ja, ja… eres feo, el más feo de toda tu familia; más feo que tu abuelo y que tu padre, y te voy a poner una póliza en el culo… ja, ja, ja, ja… Mira a ése, es un perro, pero él no lo sabe….!”. Y decidí sentarme en el portal de al lado hasta que se agotase.
No lo hizo, y huí.
Salir a la ciudad en gabardina y sentirse espiral entre la gente, y mirarse en el vidrio de una botella rota y ver en él todo el Universo entero como una displicencia.
Salir a la ciudad en gabardina… y desnudarse luego.









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