Monday, April 13, 2009

Peruana con bollitos.


La mujer peruana subía ayer por la cuesta de Las Armas con una bandeja de bollitos y sonriendo como una virgen maya. La saludé, como hago siempre que la veo, y me contó que iba a celebrar la Semana Santa fuera de su tierra junto a otras amigas latinoamericanas que residen en Béjar por esas duras razones de la vida, iban a comer juntas y cada una pondría un manjar para la celebración.
Sus ojos brillaban como si quisiera llorar, pero no lo hizo.
“Tengo suerte, pues aún mantengo mi trabajo”, me dijo cuando le pregunté por cómo le marchaban las cosas.
En este predio del Oeste de España cada día son más los inmigrantes que pierden sus trabajos –también muchos nativos nadan en las mismas aguas turbias–, hasta el punto de configurar un drama que nunca conocí.
Conviviendo con ellos hemos aprendido a ser mejores, a entender lo que fuimos –nuestros padres supieron en carne propia lo que es poner distancia para salir adelante–, a ubicarnos con más nitidez en un mundo que no debiera admitir diferencias por ninguna razón que no sea lo hecho bien o mal... y yo me siento parte de ellos, los acojo hasta donde me llega el cuerpo e intento que todo sea pura normalidad en su entorno –que es el mío.
La mujer peruana hizo ademán de sacar un bollito para que lo probase, pero yo me negué, porque sé que iban contados con el mismo tanteo que contó las monedas dolorosas para poder comprarlos –me consta que manda todo el dinero que obtiene a Perú, para que su familia salga adelante–... pensé entonces en que debo darle un vuelco a mi proyecto en Alto Moche, intentar que sea fundamentalmente una estructura educativa que tenga como fin asegurar que los peruanos más pobres tengan opciones intelectuales para integrarse en su tejido social y económico, y que ello les permita vivir y crecer en su patria, trabajar en su propio desarrollo y no tener que abandonar a sus familias a ese drama tremendo que es la obligada distancia por razones de pobreza. Un hombre y una mujer formados son más libres y pueden acceder a más recursos.
La mujer peruana se despidió sonriendo mientras me decía desde su voz canela un “que usted lo pase bien” que me supo a ese aire del Pacífico que aún no conozco... la vi desaparecer por la esquinita.... caminaba con ganas y parecía que se dirigía a su casa, la de verdad... pero está tan lejos.
•••
Como olerte detrás de cada lluvia o acurrucarme en el sofá donde tu cuerpo estuvo hace un ratito, buscando el acomodo de mi cuerpo en el hueco del tuyo.
No estar no es haber muerto... aunque sí un poquito a veces... pero también se está no estando... y a veces se está más... en fin... que me gusta pensar en ese olor imaginado, en esa lapa invisible que se pega y no sale.
Porque perder es haber tenido, no debo preocuparme por las pérdidas, aunque sí mantener ese olor, esa calma que trae consigo siempre.
Sí, pensaba en mis muertos, en todos aquellos muertos que conocí en vida, aunque no compartiéramos más que un escueto ‘hasta pronto’ en una acera... dejaron esa cera caliente chorreando en la memoria... y sus cosas en los cajones o sobre la mesa, sus cosas sin saber qué hacer, abandonadas, quietas...
Mi madre aún lee revistas de señoras y me cuenta los asuntos más íntimos del último torero... me habla de la nueva casa del matrimonio Bush... “qué sinvergüenzas, hijo”... de la negrita chica que quiere adoptar Madonna... “no la dejan, si al final la niña estará mejor que allí, ¿qué te parece?”... y a mí no me parece... pero me encanta verla coser en la camilla o hacer encaje de bolillo para las sábanas del ajuar de mi hija o cocinar torrijas con el mandil viejito y las mangas de la camisa regazadas...
Yo tengo a mi madre, y la sé, y no quiero visitarla demasiado para que me eche de menos... y la encuentro en la calle algunas veces, después de varios días, y la beso con ganas, y me huele a perfume o a la laca reciente de la peluquería... va reguapa, con su abriguito azul de paño y un pañuelo de colores muy vivos en el cuello, lleva tacones altos, a pesar de esa pieza de metal en la cadera, y siempre ríe con una risa fresca y realmente hermosa... me gusta su olor, el de los días de lluvia y el de los días de calor sofocante... y no me importan sus vírgenes ni esas manías suyas de encenderme velitas cuando tengo problemas o ir a ver a la Virgen para hablarle de mí... no me importa, aunque le digo “mami, los curas son la mierda...”... ella sonríe y reza y acude a cada misa y tiene sus reuniones de mujeres y monjas para bordar pañitos y hacer manualidades... no me importa que lleve la cinta de San Blas atada al cuello, ni que me engañe a tientas enredando a mis hijos para que tomen la comunión sin que yo lo sepa... es mi madre y está viva y sonríe y me hace filetitos empanados de salmón y rosquillas de nata con azúcar y tirulillos gordos para untar... y me encanta cómo huele a fritangas los domingos y me parte jamón o me encarga mandados importantes sobre las cosas del abuelo Felipe... es mi madre, y está viva y tan orgullosa de mí que a veces me avergüenzo y le digo “tranquilita, mamá, no hables de mí a la gente”... pero en el fondo me agrada, y sonrío, y la dejo que diga y se inflame de gusto hablando de mis libros o de la última charla en no sé dónde...
Como olerte detrás de cada lluvia o acurrucarme en el sofá donde tu cuerpo estuvo...

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