Saturday, October 13, 2007

De 19 a 49.


Con 19 años todo era atractivo a la mirada, el mundo estaba poblado de caminos abiertos por hollar y la vida se presentaba franca y dispuesta para tomarla y vivirla…
Ya con 49 años, todo ha tomado la pátina de la decepción y sólo el estado de búsqueda puede hacerme permanecer fresco y atado a una vida que aún puede guardarme un puntito de luz y sorpresa si me empeño en ello.

Mientras que con 19 años no importaban las palabras como ‘valor’ tangible de lo vivido y de lo por vivir, con 49 años se han hecho herramienta imprescindible para intentar engañarme en el asunto de que mi vida es pura supervivencia. Ahora no importa tanto lo que quiero decir [antes era siempre lo fundamental: gritar aunque no supiera cómo hacerlo] como de qué forma decirlo [ahí tienes preclaro el personal asunto deconstructivo traído de Derrida al que me refería hace unos días, amigo anónimo que no entendías]. Necesito que mis palabras acoten, se cierren lo más ajustadamente posible al concepto que quiero expresar… o que se pluralicen en su significado… pero siempre bajo mi control minucioso.
Antes caía sin problemas y sin sonrojo en la generalización [demasiadas veces me llamó la atención sobre ello mi amigo Antonio G. Turrión, cosa que le agradecí y le agradezco], no medía las consecuencias porque no me importaban demasiado. Ahora procuro escribir cada una de mis palabras con una medida exacta, sopesando su ‘valor’ de proyectil o de caricia.
También entiendo que eso me deshumaniza, pues sacrifico la frescura [calidad que fue mi norte durante demasiados años], pero me proporciona un poder que no conocía entonces: el de saber que la fuerza añadida al peso de cada palabra la pongo yo y solamente yo, de tal forma que, conociendo su calibre, averiguo cómo llegará, hasta dónde alcanzará y en qué forma hará herida o conseguirá restañarla.

Este proceso en el que me encuentro también me permite asistir a la relectura de mis poetas preferidos y encontrarlos distintos, ya que no solo leo sus poemas como conjunto plástico y creativo, sino que asisto a ellos con ojos de histólogo, deteniéndome en cada una de sus palabras, en el tejido de cada verso, y encontrando gozo o decepción en ese universo escondido que se hace descubrimiento paralelo al de la oportunidad del poema… es luz sobre la luz, conocer las cartas que tiene el contrario antes de que se desarrolle la jugada, pero sin intervenir en el resultado, ya sea errado o absolutamente brillante.
Entenderé perfectamente que un joven de 19 años vea que mi proceso actual se queda en lo anecdótico para huir de la raíz pura del poema [que en la juventud es el ‘mensaje’], que suponga una pérdida de tiempo el trabajo reflexivo alrededor de unos versos tan preclaros (¿) y conocidos como, por ejemplo, ‘Vendrá la muerte y tendrá tus ojos’.
El joven de 19 años los estampará en una camiseta junto a, yo qué sé, la imagen de El Che; los dibujará en su carpeta universitaria junto a una foto de los Extremoduros y lo mostrará ufano y sonriente a los ojos cerrados de la plebe… El mensaje sobre cualquier otra valoración, y el ‘mensaje’ unido a la ‘estética’ en una nebulosa que termina siendo confusión eterna muy bien aprovechada por la mercadotecnia, ese pozo sin fondo al que todos lanzamos monedas a diario para intentar convertirnos en lo que nunca podremos ser.

Derrotado y escéptico, casi puedo afirmar que prefiero mis 49 años, con sus miedos y sus fobias, con sus dolores y sus jodidas manías, con su doloroso descenso físico y con este enredado proceso de las palabras y a las palabras.
Me lo dijo Joan Margarit en Lucena y ya lo he relatado aquí algunas veces y con distintos fines: a cada edad del hombre le corresponde una edad de la mujer y una edad de las palabras.
De FUMADORAS

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