Wednesday, October 31, 2007

Severo Sarduy.


Siempre sentí una debilidad especial por los sonetistas contemporáneos [aunque hay pocos que merezca la pena reseñar], pues acostumbro a entrenarme intentando sonetos en la búsqueda de la música y el ritmo en el poema. Hoy recalo sin querer [azares de enredar en mi biblioteca] en un sonetario muy de mi gusto y en un autor que me fascina: el poemario es “Un testigo fugaz y disfrazado”, y el autor responde al nombre de Severo Sarduy. Tiene un soneto que le viene muy bien a estas páginas, pues su título es ‘Página de un diario’, tanto como a una idea de la muerte que comparto:

Pasado, todo el día, en el complejo
trámite funerario. No es la muerte
lo que derrumba con su hachazo –fuerte
así es el hombre–, sino el turbio espejo

que nos tiende. Si su mercurio muestra
tetanizada de dolor y miedo
una cara deforme o el remedo
de una cara –un borrón–: eso es la nuestra

devuelta a su verdad por la guadaña
que no ahuyenta la fuerza ni la maña.
Es su brasa te alumbres o te quemes,

que no sepa, ni en sombra, lo que temes,
ese dios que veneras y encareces.
Porque eso mismo te dará. Y con creces.

Como curiosidad, suyo también es un soneto que lleva por título “Que se quede el universo sin estrellas” y que no tiene nada que ver con la canción que todos conocemos.
(17:31 horas) Es tan importante el idioma [‘propiedad privada’ es el significado original del término griego], que además de servir para nombrar, y por tanto para dar existencia a las cosas que nos rodean, sirve para tener consciencia del mundo, para comunicar nuestros sentimientos y recibir los de los demás, para conservar la historia pequeña y la grande, como potencia creadora en campos tan magníficos como el arte o la poesía, para armar la evolución social en base a uso [el del idioma] filosófico, para edificar nuestro pensamiento complejo, para rememorar y hacer revivir lugares y gentes en mentes que no las conocieron, para amar y odiar, para agredir y perdonar… Si nos detenemos a analizarlo, nos percataremos de que pensamos en nuestro idioma, de que sentimos con él, de que amamos en él y por él, de que somos en función de sus limitaciones y de sus caminos por hollar.
También el idioma nos aporta cierta trama de automatismo que nos hace en cierta forma el carácter a los que lo compartimos en uso y costumbre, y eso es realmente peligroso, pues se pierde el valor neto de la palabra y su idea, adormeciendo y hurtando la grave potencialidad expresiva y significativa que posee.
Es jodido caer en la red de lo automático [esa historia de repetir frases, actos, hechos… sin saber por qué lo hacemos, habiendo olvidado la necesidad original que los planteó]. Ese automatismo es muy bien aprovechado por los medios de masas, por los gobiernos poderosos y por las empresas globales como pauta hacia la alienación de los grupos humanos y de los individuos… por ello es preciso que empecemos por ser muy cuidadosos con lo que decimos y con la forma en que lo decimos… a la vez que exigir encarecidamente a quien nos habla o a quien nos ofrece un discurso grupal, que sea absolutamente meticuloso con el idioma, de tal forma que todos y cada uno de los receptores sean/seamos capaces de procesar con garantía tanto lo preclaro como las trampas buscadas o ya instaladas en el proceso automático.
Para lograr tal utopía [juego con imposibles, pues cualquier utopía lo es], es preciso que la formación de nuestros hijos vaya dirigida con empeño y vigor hacia ese conocimiento del idioma y sus usos, que lo demás debe ser fruto de la propia curiosidad [o de la ajena], y dejarse de esas zarandajas modernas de tecnologías, música, plástica y educación física [otra cosa sería armar esas materias en función del mejor aprendizaje del idioma, sin exigir contenidos, pero exigiendo ‘expresión’ y conocimiento exacto de vocabulario específico].
De FUMADORAS

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