Decía don Miguel de Unamuno, que nunca fue santo de mi devoción [sobre todo en su faceta poética], que ‘es más provechoso el leer que el hablar, y en vez de escuchar hombres que hablen como libros, es preferible leer libros que hablen como hombres’. Y yo, como casi siempre, no estoy de acuerdo, pues pienso que el mayor provecho intelectual se obtiene de la experiencia de vida [la lectura entra dentro del apartado de la formación], de la relación con el mundo sin estar mediatizado por la opinión de otros [circunstancia de carácter utópico], de aprender a obtener conclusiones propias… En todo caso, el término ‘provecho’ siempre me ha parecido empapado de un tinte profundamente egoísta, circunstancia que cada vez que he leído a don Miguel ha aparecido neta en el fondo de sus escritos. No le niego su valor inteclectual, que es altísimo; no le niego su aportación al mundo de las letras [sobre todo en su ‘camino de Dios’ a través de la duda], pero siempre le siento como un tipo rijoso, enfadado con el mundo, sin ese sentido del humor que podría haberle llevado a ser sublime… me encuentro siempre a un tipo agarrado [uno de ésos que salen con prisa cuando les llega el turno de pagar su ronda en una tabernita del centro].
Por eso leo a Unamuno con el único afán de contestarle.
Mi disco sigue muerto, coño.
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