Tuesday, September 16, 2008

Cada día me preparo para decir adiós por si fuera el último.


Cada día me preparo para decir adiós por si fuera el último, porque no me quisiera ir de aquí sin despedirme… pero en la noche me suelo percatar de que no me he despedido de nadie, aunque sí lo he hecho de mis cosas. Y es que no sé dar el beso como si fuera el último, el abrazo como si se acabara, la mano como si ya no fuera a apresar al alba nuevo. Y así me siento como en el oficio de fénix, y voy borrando la luz que pasa para escribir la nueva.
Y me entristezco un poco.
Luego busco en mi carne mortal algo con lo que entretenerme, y juego a separar el blanco de todo lo mirado y ponerlo en un plano de contraste o enredo en el vacío gráfico de las palabras escritas para buscarme en él… y siento que mi ojo ha aprendido a engendrar animales extraños según cada latido, que mi corazón podría estar en el mostrador de piedra de esa casquería donde están alineadas las cabezas peladas de los cabritos y las blancas manitas de cerdo… y también acostumbro a amar físicamente con palabras, hacer de ellas dedos y caderas, muslos y espaldas suaves, bocas y hermosos miembros… y así voy haciéndome mundos sin puertas en los que descifrar el vuelo desdoblado de la palabra ‘filo’ o juego a ser el ácido que corroe el humus que seré y el cuerpo que ya he sido.
•••
Mientras mi abuela enhebraba la aguja con el hilo negro, quizás pensase en lo que habían hecho con su vida, porque mi abuela pensaba en parámetros de otros. Recosía el mandilón [todo era negro en su atuendo] y yo jugaba al laberinto debajo de los manteos de la camilla mientras su piernas me daban pataditas cariñosas enfundadas en unas medias negras y opacas.
– Corindilla, ¿hiciste los deberes?
– Sí, abuela.
Y se reía ufana de su niño del alma.
– Cuando seas mayor tendrás uñas para defenderte y palabras como el cuchillo grandón de la cocina. A ti, corindilla, nadie te hará daño jamás, porque yo ya he sufrido por tres generaciones y sé que cada lágrima será alegría en ti y empujón en tus padres.
Y se quedaba absorta, con el hilo colgando y las manos quietas.
– Yo voy a ser torero, abuela; torero y escritor… y te compraré un abrigo de visón para que estés bien guapa, ¿quieres?
Y reía de pronto, y lloraba también sin que yo lo notase.
Luego salía a jugar con los chiquillos de barrio y acabábamos con la pelota en La Cruz de los Caídos jugando al fútbol en el terrero de aquel parquecito. Cuando todos caían agotados o iban a la fuente a beber agua, yo cogía la pelota y me dedicaba a darle balonazos a la cruz como jugando… y pensaba en que cada golpe de balón en aquel desafortunado monumento al horror valía por una moneda con la que poder regalarle a mi abuela el abrigo de visón.
Mi abuela murió y solo pude regalarle mi sonrisa y la bolsa imaginaria de aquellos extraordinarios balonazos.

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