Wednesday, September 17, 2008

“A las niñas les crecen largas piernas..."


¿Me apoyo en mi poesía para meditar o medito como apoyo a mi poesía?
No lo sé. En todo caso, sí que percibo que antes del poema hay un silencio hermoso, y que el poema en su cauce me lleva de nuevo a ese silencio después de las palabras, brillando con su forma en el papel blanquísimo.
¿Es el poema, entonces, el silencio que lo trajo y el que lo dejó atrás… o es el plazo en el que se hace dibujo de palabras como un frenesí?
A mí me gustaría que el poema fuese todo: el silencio, el coito de la mente con el trazo, el silencio otra vez, la recreación por otro o por mí mismo, la interpretación por otro o por mí mismo, el silencio de nuevo y una muerte plural que lo deshaga.
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Mi problema es el tiempo [este tiempo en el que intento multiplicarme y me divido o me sustraigo]. Querría estar pensando y escribiendo doce horas diarias, pues es mi fortaleza y mi salvación como hombre, pero me puede esta labor de taxista/taxidermista/hombreparatodo mediocre en la que estoy metido. Para ejemplo, un botón: esta mañana me levanté a las 8:30, me duché con desgana y sentí el agua fría correr entre las piernas como un insecto, me sequé sin cuidado –muy deprisa–, me peiné y me vestí con lo primero que se me vino a las manos [unos gayumbos de cuadritos azules y rojos sobre fondo blanco, los pantalones crema de ayer, unos calcetines negros de algodón y un polo negro que estaba a mi alcance al abrir el armario], apremié a Guillermo para que se vistiera rápido y le hice el desayuno [leche chocolateada con galletas Lu de dinosaurios] mientras yo me bebía un basote de leche fría a la carrera. Fui al lavabo y me cepillé los dientes… apremié de nuevo a Guille para que terminara su desayuno y vigilé su cepillado de dientes mientras le peinaba… pillamos nuestras mochilonas, nos echamos unos plis-plis de colonia en el cuello, nos pusimos el calzado [Guille sus deportivas y yo mis sandalias viejas] y salimos pitando escaleras abajo mientras jugábamos a ver quién llegaba antes a tocar la puerta del portal [Guille me hace trampa siempre]. Me encendí mi primer cigarro del día antes de entrar al coche, respiré y tomamos camino del cole. Guille puso el aire acondicionado bien frío [le encanta] y me hizo poner el ‘El último vals’, de Leonard Cohen, en el equipo de música del auto [parece ser que éste va a ser el himno de este curso para ir al colegio –el año pasado fue la canción de Joe Cocker que sirvió de banda sonora a ‘Nueve semanas y media’–. El tío se las aprende de memoria y vamos cantando los dos a grito pelado hasta llegar a destino, aunque veinte metros antes siempre me dice mi chico: ‘ya, papá, para de cantar, que nos van a oír mis amigos’]… y colocado mi Guille, pues al curro. La jornada de hoy fue como las de siempre, distinta e igualísima: empezó con el cafetito de rigor en PdT, acompañado por los coleguillas de diario, y siguió con visitas a clientes, entregas de material, un ratito de alzado, atender mil llamadas telefónicas, maquetar documentos del montón pendiente que está a la derecha de mi silla, ponerle nombre a un par de malos rollos, intentar cobrar algo para pagar algo, disculparme y exigir, cabrearme y sonreír… hasta que a la una y cuarto compré el pan donde Filito y corrí a recoger a Guille a la salida del cole acompañado de mi padre… vuelta a pillar el coche con ‘El último vals’ a todo trapo y a hacer la casa antes de empezar con la comida… hacer la cama de Guille, hacer la cama de Felipe, hacer las dos camas de mi dormitorio y poner a calentar el puré y las albóndigas que me habían dejado cocinadas por la noche… servir la comida después de poner la mesa [hoy he echado mucho de menos a mi Mariángeles –hasta el punto de soltar a solas un par de lagrimillas– , pues ya se me ha medio emancipado y se fue ayer a vivir a Salamanca], recoger y fregar los cacharros.
Cuando terminé de la cocina, llegó el turno de ponerme a hacer algunos deberes con mi Guillito [hoy tocó Naturales –los alimentos y los nutrientes–], hasta que dieron las tres y salí pitando de nuevo para la imprenta. Tomé un café con hielo en diez minutillos y me encerré a escribir mientras se calienta la encuadernadora de calor –aún anda en proceso– en la que me tiraré media tarde con la encuadernación de una buena montonera de libritos.
Todo esto hasta ahora, que son las 16:17 horas.
A toda una mañana y un principio de tarde he logrado tan solo robarle 45 minutos para escribir esto. 45 minutos de lo que debo y quiero hacer contra ocho horas de lo que tengo que hacer por cojones.
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Me encanta esa tapita de José Ángel Valente que pertenece a ‘Fragmentos de un libro futuro’ y dice:

“A las niñas les crecen largas piernas, delicadas orejas, incandescentes vellos, moluscos sumergidos, muslos húmedos, cabelleras doradas por el viento en otoño, insondables ojeras, párpados y pétalos, cinturas inasibles, precipitados límites del cuerpo hacia la lenta noche del amor, su infinita mirada.”

Y hoy más, porque se ha ido mi niña a vivir su vida en la distancia y me duele el estómago de sentirla mientras la presiento entre feliz y asustada. No estaba preparado aún para esto, y ha venido de pronto, sin más, como llegan las lluvias un amanecer o el viento levanta las faldas. Y yo me siento más mayor, más gastado, más aturdido que nunca… y me agarro a su huella para no caer en el abismo.
Después de comer, entré en su habitación y me bañé en el desorden de sus cosas, y toqué su cama como si fuera una de sus mejillas, y me miré en la foto grandona en la que estamos juntos [ella sobre mis rodillas] para verme en él deshaciéndome… y me morí de pronto entre su ropa y entre sus libros.
Ahora el miedo es más miedo y la falta es verdad entera. Mi niña se ha ido y me me ha abierto otra herida donde ya no caben.
Nunca supe ser padre, y ahora menos.

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