Monday, June 1, 2009

De la trepanación de Oliverio



Acababa de ver la película “La dama del perrito” [imagino que basada en la obra de Chéjov del mismo título] en un cine de la calle Lavalle y, al salir de la proyección, fue atropellado por un auto. Se levantó y caminó hasta su casa. Unos días después, y debido a ese accidente, hubo de sufrir una trepanación de cráneo que le dejó disminuido para el resto de su vida.
El tipo que mejor supo camuflar los heptasílabos para enredar las tradiciones clásicas con las vanguardias, el que se metió en el mar del barroco y se lo bebió entero hasta hacer otro mar mejor, el que jugó a mezclar los opuestos como un nuevo alquimista de palabras con su “levitabisma”, el que aglutinó vocablos con verdadera novedad y los hizo permutables, el que construyó un lenguaje mientras agotaba el nuestro, el que destruyó el vacío hasta desinventarlo... se topó con un auto una tardenoche en un cotocroc que lo dejó limpio de lo que tenía.
Oliverio supuso una luz ultrabarroca –pero con señales, siempre con señales... no esa opción de sola consecuencia decorativa– a todo el prosaísmo que le llegó de antes y que se nos vino hasta este jodido luego.
Trepanar el cráneo de un genio debió hacer temblar la mano del cirujano incidente en aquella maravillosa cabeza... y lo mató de poco a poco, como peor pueden morir los hombres de altos pensamientos, disminuido, destartalado, roto.
Leer a Oliverio fue/es para mí uno de los mayores placeres con intención poética que pueda imaginar... leerlo a voces, en silencio, con gana y con desgana, de noche y muy cansado o lúcido y despierto... y de cada lectura, acabo siendo amable, sintiéndome jovial, excitándome hasta el mejor extremo de los éxtasis, con un humor magnífico... me siento generoso e incluso aventurero en la palabra, descubro en mí un grado de ironía que no era hace un ratito... me alegro y me entusiasmo... me alegro a escribir y me entusiasmo a vivir.
Haber llegado al verbo de un tipo tan solvente como Oliverio, me ha proyectado con densidad hacia alguna forma de expresión que últimamente visito sin desmayo en prosa y verso.
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En un marco político realmente extraño, jugando a expandir su economía y con una sociedad en plena transformación, mi España de los 60-70 era un divino mar de contradicciones en el que todo era puro dinamismo... para empezar, crecían las ediciones de libros que no se habían podido leer durante el régimen fascista y, a su vez, se hacía mucho más grande la población universitaria... y junto a esa fuerza cultural emergente, un grupo de revistas que nos empezaron a abrir los ojos [“Triunfo”, “Cuadernos para el diálogo”, “El viejo topo”, “Ajoblanco”, “El hermano lobo”...]... y, con ellos, una nueva casta de pequeñas editoriales progresistas que empezaron a difundir el pensamiento de izquierdas, que quedaba muy chuli junto al crecimiento subversivo que emanaba de las universidades... todo un decorado de resistencia cultural que actuó de mecha para la bomba que nos imaginábamos [entonces los jóvenes nos sentíamos comprometidos con la voluntad de intentar un cambio social].
Desde el plano de la creación, los artistas intentan hacer el nudo con la soga cultural que se rompió con la guerra incivil española, procurando continuarla y, a la vez, obviar aquella cultura impuesta en la que los valores fascistas y la escolástica quisieron romper el caudal de una cultura que tenía su cauce bien trazado desde principios del siglo veinte.
Junto a todo lo dicho, hay que sumar las necesidades multiculturales de la pluralidad nacional que nos trajeron hasta esa cosa que se ha venido en llamar “memoria histórica”.
Una de las mejores bazas culturales radicó en qué, en un momento dado, toda opción cultural partía de una conciencie política que casi siempre era militante [de aquellos polvos tan estupendos hemos llegado a los lodos de hoy, es triste gracia, encontrándonos con una política deudora de sus antiguos intelectuales militantes, a los que agasaja sin medida y, lo que es peor, sin criterio, inflándolos de pasta oficial y de parabienes no merecidos en la mayoría de los casos].
Si hay un término que defina la cultura de aquellos años, ése es “heterodoxia”, desde la que se buscaban formas nuevas de expresión desmitificadoras, mucho sarcasmo y una hermosa sensación de esperanza y de innovación.
Los chicos de entonces no podíamos imaginar cómo íbamos a recalar en los hombres de hoy y, mucho menos, apenas podíamos imaginarnos que nuestros hijos iban a carecer por completo de todo aquel entusiasmo que sentíamos intensamente cada día... yo, al menos, he visto poco a poco cómo se han ido cayendo todos los palos del sombrajo que fue mi ideología, cómo no despierta interés mi lucha de años entre los que comen en mi mesa cada día, desde que nacieron, cómo todo lo que pensé sobre el mundo, todo lo que urdí a solas o acompañado, todo lo que supuso una opción entusiasmada de futuro... se ha quedado en esta mierda de mentes adormecidas por el jodido consumo.
En fin, una vida en balde.
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¡¡¡ALBRICIAS!!! Buscando libros sobrantes en mi biblioteca, con el fin de ponerlos a la venta en el mercadillo solidario SBQ del día 5 de junio, me encontré un ejemplar de mi librito de cuentos de 1997 "Angelitos negros". Hacía años que pensaba que me había quedado sin ejemplares [ni uno mío], por lo que me he pillado un subidón de la hostia.
El libro lleva ilustraciones del genial OPS [también conocido como El Roto o Andrés Rábago] y una serie de cuentos cortos en clave de chorro que escribí en 1996.
Estoy feliz, coño.

















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