Me tumbó, me magreó con aceites todo lo que le vino en gana [yo me sentía estupendamente] y, para que me sintiera cómodo, que me conoce mucho, me puso un cenicero en una silla, me encendió un cigarrito [al ser domingo y estar solos en el local, hizo conmigo esa excepción fumera] y me sacó una Pepsi fría con pajita para que fuera sorbiendo mientras él se hacía a golpes y blupblupses con la zona contracturada [aquello merecía una foto para recordar la ocasión]. Cuando terminó, me puso un parche color carne siguiendo la línea de mi columna y me escribió en él una dedicatoria [debo ser el único ser de la Tierra con un parche de espalda dedicado por el gran Joselín]. El caso es que cuando me levanté de la camilla, después de una hora larga de masaje [mi colega sudó de tanta fuerza puesta en el asunto], podía caminar derecho con solo una leve sombra del dolor que me llevaba comiendo en el lomillo desde que me levanté de la cama.
Lo mejor de todo, sin darle muchas vueltas, es que sé que tengo amigos estupendos que me quieren un montón y que piensan en mí hasta el punto de venir a buscarme a mi estudio en día festivo para darle solución a estos dolorcillos cabrones que me pinchan, amigos que no miden más que en clave de afecto, amigos a los que debo corresponder siempre porque se lo merecen.
El resumen es que me reí mucho mientras me masajeaba Joselín [le recriminé no haberse traído el slip de leopardo para celebrar tal evento masajero] y charlamos del mundo y sus zoroladas fumando un cigarrito y bebiendo un resfresquín... y que quedé renuevo hasta que vuelva a ponerme reviejino.
Mil gracias, amigo Joselín... eres un colega de los grandes.
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