Tuesday, June 9, 2009

Primer viaje iniciático con mi nuevo maniquí.


Me dejé caer hacia atrás en mi sillón, como fulminado por la necesidad de verte medio naciendo del cielo raso [llevaba varias horas de escritura y eso me hace alucinar], y te presentí como la Marzella de Kirchner mirándome desde la playa de Ostende [aquella que pintó Ensor en 1890... en la que imitó con mucha gracia a Pieter Brueghel]. Estabas justo detrás de la mujer con sombrilla que tiene las nalgas al aire y delante del tipo que está haciendo el muerto sobre las aguas tranquilas con un bañador a rayas enterizo... sí, estabas entre ellos, como asomada detrás de una ola que iniciaba una espiral de espuma.
Luego te imagine colgada de las cúpulas de la catedral de Amberes, boca abajo, tal como estás ahora en este cielo raso, mirando a la muchedumbre que se prestaba a recibir las bendiciones más vulgares bajo el flujo de tu nata profunda... y se escandalizaban de ver tu desnudo poniendo un orden cenital sobre sus cabezas huecas.
Pestañeé... y ya estabas en los pastos de Irlanda, corriendo delante de mis ojos, pisando los taraxacum y las dulces fragarias con tus pies inexistentes... te volvías a mirarme... y en aquella torsión veía yo la luz de Eleusis y las torres antiguas de Ítaca asomando...
Mi maniquí... sin ropa... en su blanco esplendor, consideraba el vuelo de marfil de algunas golondrinas que pasaron... siempre decía que los pájaros me salían de los bolsillos... y me enredaba en ellos, buscando con insistencia de tactos hasta el mismo mareo o el nublado.
Rodeaban los campos de algodón las tartanas de los agricultores pobres y una hilera de chiquillos corrían entre ellas, tras de ellas... allí se usaban pantalones anchos y viejas botas militares, sombreros de ala amplia y camisonas grandes con cuello de tirilla... las mujeres vestían largos faldones repletitos de enaguas que había que levantar con mucho esfuerzo para llegar a verles lo blanco de los muslos... allí también me llevó mi maniquí esta tarde, a aquel espacio abierto donde el aire llevaba y traía los ruidos de los carromatos y las canciones de la tierra [el blues más negro]... allí se hizo del color de la canela y se desabotonaba despacito tras un árbol solitario que marcaba como el centro del mundo, de aquel mundo planísimo y caliente. Se tumbó sobre la paja reciente y se me ofreció abierta como una ventana o un libro nuevo... tenía un desconchón bajo el ombligo y una pequeña rozadura, leve, en el hombro derecho.
No me atreví a tocarle... solo supe mirar y descenderme hasta ese campanario de los sonidos sordos y escondidos... y volvió a pedirme que le siguiera con un gesto poco natural en los maniquíes...
La espalda de la tarde dejaba deslizarse a la bola naranja que era el Sol entonces, se deslizaba por el rosario de su columna... las tardes son cordadas, como algunos mamíferos, y también tienen pechos enormes... y preñez en el vientre... estábamos arrimados a un mar sin gente, mirándonos los cuerpos y sus sombras moviéndose por una arena virgen. Un par de cormoranes nos sobrevolaron para dar fe de aquello... me dijo algo al oído con ese idioma absurdo de los maniquíes, pero yo lo entendí... quería que nos adentrásemos en el mar a la par que la noche caía, que nos dejásemos llevar por él hasta una isla lejana con tepuys, y allí hacernos un nido, en el tepuy más alto, desde el que arder y sernos si la dura condena del cielo raso.
Quería libertad, desprenderse del techo de mi estudio y que sus muslos partidos no fueran ya raíz junto a la lámpara.
No caí en el engaño y desperté del sueño... y ahí sigue todavía mi maniquí desnudo, pendiendo sobre mi cabeza para hacer de antenita a cualquiera locura que se acerque hasta aquí para hacerla palabras.
Más viajes llegarán y un día te pondré nombre... y hasta quizás una muda limpia... y lo mismo hasta te descuelgue para darte un paseo.
Hasta mañana, maniquí.









He pillado un libro de actas de un congreso antiguo sobre cultura y literatura en la época fascista y me he puesto a leerlo [porque leo cosas rarísimas]. El caso es que me he encontrado en el mismo, bajo la titularidad de Manuel L. Abellán, que Camilo José Cela, Ricardo de la Cierva, Joaquín de Entrambasaguas, Darío Fernández Flórez, Pedro de Lorenzo, José Antonio Maravall, Carlos Ollero, Leopoldo Panero, Martín de Riquer y Emilio Romero fueron censores del fascismo español... y de seguido, un entresacado de Joan Fuster que reza así: “...la censura no ha sido ejercida por un sargento intonso o por un burócrata subnormal, sino por catedráticos de universidad, por canonistas doctorados, por escritores de oficio...”.
Y me jode un puntito que tipos como el Nobel Camilón, que le hicieron cariñitos al régimen de mil formas, que mamaron de aquellas pollas con las banderas al viento, que se sometieron por un jodido plato de lentejas frías, que denunciaron a colegas e hicieron de espías en reuniones de universitarios rebeldes, que cortaron el ciclo cultural y minaron cualquier impulso creativo por peligroso [sobre todo para ellos mismos], hayan acabado muriendo con la miel en la boca de un reconocimiento que nunca merecieron [de Camilo hasta se cree, con cierta dosis de veracidad, que le robó el documento original que dio pie a su novela más significativa a un preso condenado al cadalso... hablo de “Pascual Duarte”].
Quienes abortaron la cultura durante aquella época difícil no pueden tener más que una cruz sobre sus nombres y mucho olvido, todo el jodido olvido del que seamos capaces.
Hay un artículo en un ABC del año 1939 [exactamente en el del 28 de mayo de aquel año] en el que Agustín de Foxá, bajo el título “Los homeros rojos” escribía:
“Sender, Herrera, Benavides, Falcón, en la prosa; Alberti, Cernuda, Miguel Hernández, Altolaguirre, en el verso, son los tristes homeros de una Iliada de derrotas... sin ninguna norma moral, los poemas de Alberti, de Cernuda, de Miguel Hernández, son unos poemas de laboratorio...”.
Para que se vea lo agresivos que eran estos escritores menores que se vinieron a más con el General.
Y eso.

No comments:

Post a Comment