Imagen tomada ayer en la Sierra de Béjar. |
Hay un no sé qué de palomas al Este del Noroeste de este frío, un gorjeo que brinda por un nido recién hecho, algún sudor pendiente y unas uvas verdes y frescas... pero los tendones amanecen desacostumbrados, entumidos, y con ellos todas las sinapsis precisas para armar un nuevo continente de preguntas.
‘Me duele el tres’, me dije como quien dice ‘noria’ o ‘abrelatas’, y espabilé el espanto de andar sin ropa hasta el baño.
Antes me fascinaba el frío, era en él un mordiente seductor de las horas, deseaba la lluvia y la ventisca, el rayo y el granizo... y en mí se despertaban unas hermosas ganas por hacer. Ahora no, que ahora lo espero con ganas, pero me rinde al poco y me deja la cabeza de corcho, como el cuerpo.
La mejor época del año para mí llega siempre con las primeras lluvias de septiembre, y antes duraba meses. Ahora son dos días de encendida expresión y luego esas tiritonas de vejete aterido que no encuentra lugar donde hacer arder sus palabras.
Hay algo que ha cambiado en esta pila de años, un algo termométrico que me destarambana y me deja como desobligado, y no sé qué hacer ni cómo encontrar una brasa que avivar.
De todas formas, ¿qué me queda por decir?...
Ya me he puesto en mi justo lugar –lo sé yo solo– y tengo a cada uno de los demás medio ubicados, que es mucho para una vida. También tengo consciencia de lo que me gusta y de lo que me disgusta, de lo que me apetece y me desapetece. Solo me queda una pequeña pena que tiene relación con el comportamiento humano... ¿por qué somos a veces tan miserables como para no darnos a quien lo necesita?, ¿por qué esta pasión por machacarse unos a otros por una nada absurda?... si el hombre nace y muere, y poco más; si somos solo especie –ahora dominante, con escasos cuatro días de dominación si leemos nuestro mundo en sus estratos–. ¿A qué tanta fiereza mezclada con la chispa del acto inteligente?, ¿a qué tanta mordaza y tanta crítica baldía que hace pequeños daños insuperables?
Debe ser un troll genético hecho de mala sangre.
Y me miro en el cristal de hielo del río [lo visito con frecuencia en estos días bajoceros] y veo a un tipo deformado por los caprichos propios [y también por los del agua sólida], a un elefante que no entiende más allá de su probóscide, a un capitán hermoso que ha perdido su nave y aún espera... y me duelen los dedos de las manos por este empecinamiento que no quiere unos guantes, y el aire me entra limpio en los pulmones llenos de Chester [y me duelen], y las rosas del frío se me muestran abiertas como sexos abiertos.
¿Cuánto duraremos aquí?, ¿qué será de los genes repetidos hasta la saciedad y hasta el hastío?, ¿qué de las miradas cómplices?... ¿un maremoto, un meteorito, una puñalada certera en una esquina, una cama caliente...?... no somos nada, pero seguimos esperando entre lunas y soles, entre lunes y sábados, a que algo suceda y nos cambie el semblante por otro más incierto, ¿quién sabe?
Suena el viento con su ritmo de espera infinita, se me hielan las manos y de la boca sale ese vapor de adentro con sus raras señales de humo imposibles de descifrar. Todo se vuelve críptico.
Y recuerdo a mi abuela preparando el brasero y diciéndome... “Chispilla, la vida para ti va a ser fácil... ya lo verás, solete”.
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