Roer las horas, pero sin la mirada trágica, y saber que alguien no te aprecia porque la vida es así, porque quizás es así la bioquímica del olor y hay que ser lo malo para algunos y lo normal para los demás... pero lo que realmente importa es roer las horas, todas las que puedas, y contabilizarlas en el libro de horas roídas a pesar de que el sabor no fuera el esperado.
La verdad es que no puedo quejarme de nada [hoy tengo un día paréntesis y me da por estos rollos en los días paréntesis], hago lo que me apetece y vivo con cierta pasión por lo que me rodea, y eso es un verdadero lujo por comparación con demasiada gente, que ya es mucho.
Y siento cierta sensación de pérdida por muchas cosas de mi niñez y de mi juventud, pero así debe ser si se está vivo... el teleclub, las bogas en los días de trepa, las tardes de domingo lloviendo y sin paraguas, la música en el comediscos, las meriendas con pan y chorizo, las botas TAO de basket, el imán de herradura, el regaliz de palo y los helados calientes de merengue, levantar papelitos con el Bic naranja [lo frotabas en el jersey y la electricidad estática hacía el resto], las manzanas reinetas recién arrancadas del árbol, las pelis Fumachú, los chicles de Bazooka, el patín de madera con cuatro cojinetes, la taba y las canicas [porleras, cristaleras, yerreras, caucheras...], los libros de Bruguera con ‘santos’ a derecha, las pilas de petaca, el lechero en la puerta, los ficus del pasillo, los bañadores Meyba, las falditas plisadas de cuadros escoceses, la Citrania, el seiscientos, los calcetines de rombos hasta las rodillas, el futbolín y mi madre quitándole las carreras a sus medias...
Roer las horas y quedarse con ellas, con su sabor de ahora y con su antes de cezado.
Hace un frío tremendo y me escondo para pensar... y no hay ganas de nada esta tarde.
Qué pena.
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