Asistí esta mañana al rito consumista familiar del intercambio de regalos navideños, y lo hice de mala ganita, como casi siempre.
Magdalena estaba posadita en su sillón, apagadita, escorada hacia la izquierda como un barco encallado, tan vegetal como un dondiego de noche y compitiendo con el reloj de bronce de falsete de la encimera en un a ver quien cojones gana… Ángel, desquiciante en su estrábico estar, como con una prisa intensa por todo y para todo, como con un hambre lunar de noches y de días completos, y enganchándonos en el magnetofón una jodida cinta antigua de villancicos que ponían un extraño rumor al rito… los demás estábamos como en una iglesia ortodoxa, calladitos, con los ojos vivaces buscando la salida o el final más cercano de ese no saber qué hacer y rogando a los cielos más unamunos que no nos nombrasen para tomar nuestro regalo… a todos nos tocó, y a cada uno, hacer el teatrito del óbolo recibido con sorpresa y comerse en un pequeño mansalva la racioncita de roscón de reyes rellenito de nata.
A mí me tocaron dos preciosos vasitos de porcelana imitando unos vasos de plástico arrugados y una regla con forma de pistola [muy adecuada para mi estado anímico actual… me servirá para medir mis disparos en justos y exactos cetímetros].
Pasé el traguito y huí hacia la derecha, que no es lo más correcto, pero algo ayuda a veces.
Con todo, hay algo que me alegra muchísimo en esta joranada, y es esa nítida sensación de final de fiestas que me logra quitar la mala leche generada por estos días falsos de atar y desatar.
A ver cómo se nos cae el año encima, a ver qué cojones nos traerá de peor, a ver cómo nos dobla el espinazo y nos arranca las uñas.
Pasó a despedirme Antonio Orihuela antes de marchar para Mérida, y puso una sonrisita en mi cara… algo es algo.
De FUMADORAS |
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