Ayer recibí visita de Antonio Orihuela, su Mar y su divina Ángela. Todo rapidito, pues iban a Salamanca y solo se detuvieron lo que dura un abrazo y una cañita juntos. Del feliz encuentro me ha quedado un poema delicioso de Antonio, editado por Aullido Libros, que bajo el hermoso título ‘Que el fuego recuerde nuestros nombres’ guarda unos versos impactantes y dignísimos… una despedida de la voz hacia las cosas y los hombres que me ha dejado helado y lleno de ganas de ponerme de nuevo a encender un poema largo [refiriéndose a sus amigos, entre los que me nombra, escribe Antonio: ‘… adiós gatos peleones en la panza del tiempo. / Adiós hermanos, perlas transparentes, / conatos de felicidad que os disolvisteis en el barro / porque, qué otra cosa cabía hacer.’]… Una rareza titulada ‘Libro de tesoros’, editada por La Espiga Dorada, en la que me encuentro mientras leo y me emociono: ‘Luis Felipe Comendador buscaba las palabras que resultaran un escondite perfecto; hace años que nadie sabe de él.’… y el lujoso ‘Archivo de Poesía Experimental', editado por Cordón del Sur, en el que aparezco reseñado también por el amigo gracias a mi extraña labor editorial.
Es un tipo especial Antonio, un tipo al que admiro y al que quiero un montón. Su apuesta libertaria en la palabra es un ejemplo a seguir. Gracias, amigo.
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Y hoy se presentó en la imprenta José Antonio Sáinz, otro poeta arrugado por el espacio cerrado y el tiempo desfavorable, otro hermoso vencido, otro amigo perdulario de versos y palabras buscando la sensibilidad… llegaba con un gozoso almanaque de pin up’s para regalarme [una de esas ediciones molonísimas de la Taschen]. Quedamos para el día 15 de febrero en su instituto, en el que tendré una convivencia poética con sus alumnos [espero estar a la altura que tú te mereces, colega].
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¿Cuál es la posibilidad de que pueda decidir sobre lo que deseo ser? [pregunta surgida de la definición de Jasper sobre ‘¿qué soy?’].
Pocas o ninguna… todo a pesar de que sí puedo decidir sobre lo que deseo ser en función de mis posibilidades de ser, circunstancia que me acota y me aprieta en mi forma de ‘ser’, pues parto de caminos limitados por mi ‘estar en el mundo’.
Sí que alcanzo a decidir lo que deseo ser, pero tal decisión no implica –por imposibilidad y muro– que pueda llevar a la calidad de hecho lo deseado.
Y, sin embargo, sí que me siento lanzado al mundo, sí que entiendo que en mí nada la posibilidad de escoger, sí que comprendo que manejando el tiempo potencial puedo ser ‘capaz’ de iniciar el camino al que quiera disponerme por el deseo.
En fin, rollos para nada.
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Nevó en La Peña de la Cruz y el monte la sujetaba pelado como hacía años, gris como la ceniza del volcán Ubinas y amenazante como uno de aquellos monstruos del cine salesiano de los domingos. Me quedé embobado en la cuesta de Colón mirando la postal que conformaba aquella mancha blanca sobre el nublado de plomo, embobado y calado hasta los huesos por la divina lluvia persistente.
Pasó Mateo ‘el del Español’ con su ‘¡Feliz año, mi niño!’ y me sacó del trance, del viaje estético que acababa de surcar.
En mis días de Fru-frú y Citrania ya solía quedarme pasmado ante la vista de esa nieve que bajaba poco a poco desde La Peña de la Cruz hasta blanquearme los pies. Mi abuela Antonia, entonces, badileaba el brasero ‘echándole mil firmas’, avivaba las brasas con el mandilón, me quitaba los zapatos y los calcetines y me decía: ‘mete los pies, corindilla, que se te pongan calentitos’. Yo gozaba de aquel amor compendiado entre el brasero y la abuela… y me dejaba hacer hasta conseguir sensaciones lúbricas que ni en el acto del amor he vuelto a sentir. Mientras me calentaba los pies, mi abuela me hacía un café con leche en la cocina bilbaína y lo remataba metiendo en el líquido un tizón al rojo que producía un sonido animal y fragoso que ya tenía la potencia de irme calentando por dentro… al minuto llegaba el tazón bien endulzado junto a unas galletas María.
Era la nieve la que propiciaba aquello, y también la mantita roja de cuadritos abrazándome por los hombros mientras se calentaba el agua para la bolsa de goma que calentaría mi cama.
Era entonces cuando los gatos entraban en guerra abierta con mi abuela, pues su afán era cobijarse del frío en las escaleras de madera que daban entrada a la casa.
‘¡Esos bribones!’, decía mi abuela mientras cogía el escobón y salía tras de ellos como espantada… luego volvía a la casa resollando… ‘se fueron, corindilla, pero volverán y se encontrarán una sorpresa’… y subía al desvancito con una vela encendida sobre una palmatoria de metal, hacía unos ruidos misteriosos que yo escuchaba con verdadera atención y aparecía con unas matas secas de cardos llenos de pinchos que distribuía con maestría por el escalerón. Luego me llamaba ‘pirracas’ y me ponía el pijama antes de hacerme su hapenning diario, que consistía en tocarme con su dedo el ombligo y, por arte de magia, comenzaba a sonar el despertador de campanitas que tenía sobre la cómoda [la imagino ahora preparando aquel relojón de cuerda y ajustando todos sus movimientos para que el timbrazo coincidiera con exactitud]. Entraba entonces en mi camastro con colchón de borra como en el mismo cielo [ya estaba todo calentito gracias al buen hacer de la bolsa de goma llena de agua caliente] y me enfrascaba en la lectura del Pumby, el Jaimito o del TBO hasta que me entraba el sueño o hasta que sentía maullar con rabia a alguno de aquellos gatos ateridos.
‘¡Esos bribones!’… sonaba la voz deliciosa de mi abuela en la cocina.
Escribir para ese intento
de interrumpir el proceso
de la muerte
o para terminar con decencia
un día de todos los demonios
como éste
© Luis Felipe Comendador • Para L. P.
De FUMADORAS |
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