Ha muerto Ángel González, sin duda la voz poética en castellano más importante desde Francisco de Quevedo… y yo he perdido a mi referente máximo, al amigo mayorzote, al maestro mejor, al compañero de palabras, al hombre tranquilo que me servía como modelo de ser y estar.
Desde que tuve la suerte de compartir mesa con Ángel un día ya lejano en Rivas Vaciamadrid, gracias a mi otro amigacho José Luis Morante, comprendí que tenía la hermosa suerte de sentir lo mítico con todos mis sentidos y esa divina sensación se fue acrecentando en los diversos encuentros que tuvimos con posterioridad.
Cuando vino a Béjar, Ángel me contó que en su juventud viajó mucho hasta aquí desde Oviedo, pues tenía por entonces una novia bejarana que le traía de acá para allá fruto de un enamoramiento fascinante.
Y las lágrimas me llegan a los ojos recordándole beber justo cuando llegaba su horita Hemingway, ayudándole a salir de todos los locales que cerrábamos [no sé si por la cobardía que le producía su visión mermada y su torpeza de movimientos o porque el alcohol jugaba con él al desacierto de sus pies], dándome consejos de poeta viejo bien fresquito o dedicándome aquellos versos pérfidos que tanto le hacían reír, porque eran para sí mismo pero los utilizaba con ironía para los tontos como yo [los guardo escritos de su puño y letra con dedicatoria específica para mí]:
Joven poeta de cuarenta años…
¿último lujo de la geriatría?
No.
Retrasado mental sencillamente.
No he sentido nunca tanto una desaparición como la de Ángel González.
¡Gracias, maestro, por tus versos, por tus sonrisas, por tu afable sabiduría compartida, por tu tranquilidad en el gesto y por tu afilada lucha por la libertad!
Ha muerto Ángel González. ¡¡¡Viva Ángel González!!!
ME BASTA ASÍ
Si yo fuese Dios
y tuviese el secreto,
haría un ser exacto a ti;
lo probaría
(a la manera de los panaderos
cuando prueban el pan, es decir:
con la boca),
y si ese sabor fuese
igual al tuyo, o sea
tu mismo olor, y tu manera
de sonreír,
y de guardar silencio,
y de estrechar mi mano estrictamente,
y de besarnos sin hacernos daño
—de esto sí estoy seguro: pongo
tanta atención cuando te beso—;
entonces,
si yo fuese Dios,
podría repetirte y repetirte,
siempre la misma y siempre diferente,
sin cansarme jamás del juego idéntico,
sin desdeñar tampoco la que fuiste
por la que ibas a ser dentro de nada;
ya no sé si me explico, pero quiero
aclarar que si yo fuese
Dios, haría
lo posible por ser Ángel González
para quererte tal como te quiero,
para aguardar con calma
a que te crees tú misma cada día
a que sorprendas todas las mañanas
la luz recién nacida con tu propia
luz, y corras
la cortina impalpable que separa
el sueño de la vida,
resucitándome con tu palabra,
Lázaro alegre,
yo,
mojado todavía
de sombras y pereza,
sorprendido y absorto
en la contemplación de todo aquello
que, en unión de mí mismo,
recuperas y salvas, mueves, dejas
abandonado cuando —luego— callas...
(Escucho tu silencio.
Oigo
constelaciones: existes.
Creo en ti.
Eres.
Me basta).
* © Ángel González
(17:39 horas) El día en que murió Ángel González [hoy] me levanté de la cama algo más tarde de lo habitual, con el cuerpo molido por el sueño [que va dejando rastros dolorosos por la quietud], me duché con agua caliente y jabón de avena y desayuné leche fría chocolateada con bollitos. Luego froté mis dientes con el cepillo azul embadurnado de una crema con sabor a menta mientras me miraba las trágicas ojeras que rodean mis ojos. Besé a mi gente y salí a la calle sin más, con la única certeza de que tenía ganas de escribir el poema pendiente que tanto se demora.
Monté en mi Korando y junto al gesto de arranque restalló la radio con una cola negra: “… el poeta asturiano falleció en el hospital madrileño…”.
Dos lágrimas ridículas encharcaron mis ojos y conduje tranquilo hasta mi estudio.
Ya allí, escribí en mi diario unas palabras para el maestro, unas palabras nerviosas y desganadas, busqué una foto de llanto sentido en Google e imprimí catorce copias con la idea de hacer un collage de despedida para al poeta grande… pasé más de horas recortando con mis tijeras y pegando como homenaje cierto [dos tristes horas de mi vida para quien me dio la mejor poética posible de la que aprender, el más claro ejemplo].
Luego visité a Magdalena y la encontré divina: la mirada perdida, como siempre, y su cabeza ornada con unos rulos rojos bajo una redecilla de pelo azul. Grité su nombre: “¡¡¡Magdalena!!!” [siempre me mira a los ojos cuando lo hago]… “Hoy pareces una bolita de navidad”… y sin más contestó: “Pues claro, coño” [algo sobresaliente en esta sombra de la mujer que era].
Y me llegué hasta casa para comer a solas con Mª Ángeles [los niños andaban desperdigados por otras casas] un caldito caliente, solomillo y un par de mandarinas.
Aún no tomé café… quizás sea éste el luto que guarde por Ángel esta tarde.
De FUMADORAS |
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