Tuesday, May 19, 2009

Los negritos buenos... [recuerdos de África].


19 de mayo de 2009
Los negritos buenos de Machín, los que no pintaba el pintor de santos de alcoba, andaban con los aros enredando a la hora de la siesta. Yo no podía dormir, porque África me brujeaba el cuerpo y aún no había salido de mi asombro del minuto anterior, cuando ya llegaba el asombro del minuto siguiente. Estaba tumbado en la caja del todoterreno, entre sacos mullidos y tablones de madera, mirando absorto a los críos correr y gritar y llorar y reír... todo al unísono.
Estaba seguro de que era el día más feliz de mi vida... junto a aquél en el que pillé a mi Mariángeles entre los brazos por primera vez [era un bebé divino, incomparable], como aquél en el que mi Felipín hacía pucherones con la boquita y se me tiraba al pecho como si yo fuera un ama de cría, como aquél en el que se cruzaron durante una hora infinita las primeras miradas de Guillermo con la mía, agotada y satisfecha... sí, era la felicidad completa ver a los niños correr entre los fardos de cebollas y detenerse, mirando con curiosidad mi estatura y mis vestidos... “¡¡¡Mzungu, mzungu, mzungu... zucariiiii!!!”, gritaban todos en coro al verme.
Recuerdo que olía a fritanga y que el viento traía, entrecortados, sonidos que me sugerían aquellas peticiones del oyente de la radio española en los años sesenta.
Fue entonces cuando alguien llegó muy azorado comentando en swahili que una hiena había devorado a un hombre durante la noche anterior... el bicho había hecho un butrón en la cabañita de barro y paja y le había atacado mientras dormía... también estaba allí la muerte, estaba en la felicidad, entre aquellas mujeres hermosísimas paseando debajo del baobab grande, cargadas con pellejos de agua para filtrar con la enorme piedra caliza que había en cada casa.
Entonces pensé en un africano amortajado sobre aquella perfecta tuberculosis de lo bello.
Recuerdo también que había grandes fotografías de Julius Nyerere en los interiores de las cabañitas, fotografías enmarcadas como en un ritual de verdadera admiración –hacía pocos meses que el padre de la patria había fallecido–... y las nalgas de todas las mujeres, tapadas por túnicas de colores vivísimos, movían la sonrisa dulcísima del líder, que era estampado común que lucían con orgullo. Ponían vida verdadera a aquella cara muerta ya.
Todo era escasez, pero también sonrisas, risas francas.
En un momento me vi entre el tumulto de negritos, intentando enterarme con detalle del suceso de la hiena. Una mano tomó la mía y me sacó de entre la gente. Era Salim, el negrito que vigilaba nuestros almacenes en el poblado de Mangola. Me apartó para hablarme en su dialecto de algo que no podía entender [luego supe que a aquellos africanos no les gusta compartir con extraños el primer estallido de tristeza... porque se sienten vulnerables].
Volví a mi lugar en la caja del auto para seguir mirando el mundo como desde una esquina... había charcos de la última lluvia que se disputaban los pundas y los críos, había un extraño y feliz sentido de hogar en todo aquello que estaba invadido por la más absoluta pobreza.
Una bandada de ibis rasgó el cielo y cambié de punto de vista. Seguro que venían desde las orillas del lago Victoria para hacer jornadita de pesca en el Eyasi... y me acordé de la España Ceregumil de la que tanto me había hablado mi padre, del monje de cartón que nos marcaba el tiempo meterológico desde la cómoda del salón, del calendario de taco con sus leyenditas diarias y sus numerones, de las moscas volando por la cocina mientras mi abuela las perseguía como una bailarina del Bolshói...
El último apretón me llevó a la letrina seca de la casacueva, y allí hablé con las enormes cucarachas rubias que hacían su trabajo imprescindible con los restos.
No había santos allí, que no vi ninguno, aunque los negritos hablaban de los que tenían entre velas los jodidos padres espiritanos de la misión que les ofrecían agua clorada a cambio de asistir a sus oficios cristianos [y solo a la salida de los mismos]... y me llegó la fiebre... dos días de fiebre y vómitos con la cintura angustiada y los ojos abiertos como platos para no perderme nada... llegaban los cebús a media tarde con los jóvenes gritando la alegría del fin del pastoreo diario, moviendo los palos al aire “¡euuuuu... euuuuu...!”... y se notaba adelgazar el día tras las cimas de Meru y me acercaba a la gente, que olía hermosamente a pobreza, y me sentaba con ellos a beber leche ácida o zarzaparrilla en los duros banquitos de madera del hoteli de la colina.
Humeaban entonces las cabañitas con el olor dulzón de las sambusas... diez minutos de silencio absoluto mientras entraba la noche... y comenzaban los tam-tam y las canciones de los ancianos hasta que no podía más con los ojos.
Dios no quería tampoco a los negritos buenos, pero ellos sí se quería a sí mismos, se adoraban... y todo era lento, como el amor bien hecho, como el chisporroteo de las hogueras y las lamparillas, como el sonido salvaje que trazaba lo oscuro mánsamente... “¡abuuú... abuuuuuú!”.
Tomaba entonces mi diario y escribía como embrujado al amor de la luz de mi lámpara de gas, debajo de aquella mosquitera tupida que aguardaba a mi sueño. El mar de los mosquitos llegaba entonces desde Cambi a Simba o desde Gorfan.
Las tierras rojas quedaban en las manos huesudas de los masaai, que vigiliban los ganados en sus bomas hasta la amanecida.
Yo estuve allí... y quiero volver pronto.

No comments:

Post a Comment