Friday, May 22, 2009

La camarera de Gorfan [recuerdos de África].


22 de mayo de 2009
Era etíope y se notaba el orgullo que emanaba de aquella circunstancia. Yo le pedí una cerveza “Yambo” y un par de sambusas... me sonrió y noté que despertaba en ella cierta curiosidad por mi porte de extranjero blanco, así que me sirvió el pedido y se sentó en la mesa junto a mí para hacerme preguntas.
Yo quedé inmediatamente atrapado por su sonrisa y apenas era capaz de contestar a las preguntas que hacía en swahili y que mi intérprete me traducía... solo recuerdo nítidamente de aquel cuestionario cuando me inquirió que cómo era la felicidad de un blanco, de qué color. Yo, muy gallego, le respondí preguntándole que de qué color era su felicidad, y me explicó que en época de lluvias largas era roja, como la tierra de Karatu, y que en las temporadas de sequía era del color de las flores del baobab.
Bebimos juntos durante más de media hora mientras yo comentaba con Juanito que jamás había visto en mi vida una belleza tan salvaje.
Cuando salimos de allí ya atardecía y los Dk-Dk saltaban siguiendo la estela de nuestro auto o atravesando el camino justo delante del parachoques, jugando a un juego que tenía demasiado de muerte. Entonces recordé el mordido carácter de los gatos españoles cuando se quedan parados ante los faros encendidos de un coche y sentí a aquellas gacelas enanas como los felinos callejeros de mi tierra.
Durante muchos meses recordé el rostro y la sonrisa de aquella etíope que, perfectamente, y sin esfuerzo alguno, habría hecho sombra a Naomi. Era la dueña del hoteli de Gorfan y reinaba como una diosa sobre todos los hombres que allí paraban a calmar su hambre o a saciar su sed y sus miradas.
Por el camino a Mangola, las mismas nubes que aquí, el mismo cielo, la misma sensación en las manos y en las piernas. Solo sentía como algo diferente el que no presentía certeza alguna de la meta del día ni del posible hogar que me cobijase en la noche.
Al llegar a los campos de cebollas que rodean Mangola Chini, algunos negritos nos seguían gritando detrás del auto y un coyote solitario nos miraba atónito desde los bordes salados del Eyasi... al fondo, la falla del Riff se hacía rojiza y yo me imaginaba el despertar a la noche de toda la fauna del Ngoro-Ngoro.
Ya en la aldea, cenamos varias tortillas de huevo de avestruz que nos había hecho Casiana, la negrita que se ocupaba de la casacueva, y un vaso grandote de leche condensada diluida en agua que compartimos con ella y con Salim. Mientras cenábamos, noté que Salim no quitaba su mirada de mis botas y decidí regalárselas a pesar de que él calzaba como cuatro números menos que yo. Noté cómo se le alegraban los ojos y me sentí muy bien [al día siguiente apareció con las botas puestas y con una nube de chiquillos rodeándole y gritando algo parecido a “¡Salim tiene botas, Salim tiene botas!”]. Resultó que un Mangolés con botas subía de categoría social dentro del poblado y eso era muy celebrado por todos.
Fumé un par de cigarros tanzanos [francamente buenos] mientras caía la noche y me tumbé en lo alto de la pared de la casacueva a ver las estrellas como si estuviera desnudo ante la magnitud del espectáculo de lucecitas contrastándose en la sombra de la noche. Se oían los tambores marcando el silencio y algún que otro sonido gutural que venía del lago.
Fue entonces cuando me envidié como ser humano, pues estaba descansando en medio de mis palabras, que nadaban en un lugar en el que no tenían significado alguno. Estaba aprendiendo que la realidad es más nítida si se hace de signos y sonrisas, de gestos y miradas.
La muchacha de Gorfan no se me quitaba de la mente, hasta el punto de pensarla como una fortuna de mi mirada poética. Supe entonces que debería empezar a escribir con ansia de conocimiento, pero también con esperanza de revelación.
Tomé mi diario y escribí hasta que me pudo el sueño.
Esa noche, gracias al rumbo que tomó el viento, no hubo mosquitos.

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