6 de mayo de 2009
Ya voy pensando en sacar las sandalias de su caja, sí, como te lo cuento... sacar las sandalias de tirilla del mueble zapatero y hacerme un Felipe de verano con blusina por fuera y pelo a la estivala, y enseñar los brazos blanquinos por la mediamanga [llenos de las tontas heriditas del invierno]... y luego dejar que los pantalones finos caigan por su peso desde esta cintura rebajada de medida por la crisis... y volver a pensar en Rosebud, a imaginarlo clítoris o larva, desnudo abierto o vaso para ser bebido.
La prueba del nueve siempre la hago en Punta Umbría, pues es allí donde estreno mi ropita de temporada con poses impertinentes [este año le tocó al sector bancario hacer el decorado para mi muestra estética].
Y con la ropa nueva [este año solo ha dado para un polo y un pantaloncete], sentirte como canonizado y subir a la peana de cada calle para orinarte entre carcajadas en los cajeros automáticos de la usura global, que es otra forma de estrenar y de estrenarse... buscarle el imposible Rosebud a la banca.
También con ropa nueva te sientes gatinino [tendré que explicárselo un día al lama Norio para que incorpore el tema vestuario a sus mantras felinos], que es como estar de nuevo recuperando el ciclo que tan bien describió Ángel González... “en verano, los gatos andan a gatas, es decir, a cuatro patas... en invierno, también, pero más tristes.”... y salir como de muda limpia es de lo más cocolín.
Y cuando pasa el estreno y sigue anticiclónica la historia, entonces se enfoca Rosebud como norte único y diverso, como horizonte tendido en el que colgarse hasta el final de verano... lo tomas con las gafas de sol [ésas que no dejan ver hacia dónde se dirigen tus miradas] y lo tramitas como la carne que debiera ser, carne caliente, carne hecha, carne latiendo... y a veces te haces con él un hot dog, y a veces lo tomas con hielo picado hasta el borde [Rosebud frappé], y a veces lo degustas en crudo como el jamón curado... y siempre lo piensas, en cada cara, en cada falda, en cada axila, en cada muslo tendido en formación bañista... entonces Rosebud se hace verano y consigna, sudor rico y siesta, noche interminable, sonrisas, gestos cómplices, ardides y roces.
Lástima que el calor me agote y todo se quede en pensar, escondido, en lo que pudo ser... pero es mejor pensar, pues no acaba el que piensa.
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Me pide el colega Javier Vázquez Losada un texto sobre Luis Alberto de Cuenca para publicar en su revista “Otro Lunes”, y me encanta la idea, pues Luis Alberto es un amigo grande, muy querido, y uno de los más peculiares intelectuales de este tiempo y, además, es un poeta gozoso, moderno y divertido. Así que me pongo manitas a la obra.
CUARTO Y MITAD DE MUSAS
Fui a comprar hace años cuarto y mitad de musas a una tiendita chica que me recomendaron y el tendero, atentísimo, me indicó con cierto desaliento que hacía unos minutos que Luis Alberto de Cuenca se había llevado el total de existencias de ese producto rarísimo y difícil. Me ofusqué, no lo niego, y ardí durante días en trazar estrategias para robarle al vate parte de aquella compra. Fue entonces cuando contacté con mi amigo José Luis Morante para que propiciara un encuentro pirata con el que ya era un pope de las letras modernas. Con engaños –no muchos, pues L. A. se deja, aún sabiendo los fines y sus restas–, quedamos en un restaurantito de Rivas-Vaciamadrid para buscar el truco –entre viandas, claro– con el que hacernos con el botín pensado y deseadísimo. Los otros personajes de la trama fueron Juan Luis Calbarro, Pepe Barrios, Juanito Hernández Heras, Julio Martínez Mesanza, Agustín Porras y Arturo Ledrado [que no debo negar que pasaron de meros secundarios a entrar en competencia directa por las musas].
De aquel día recuerdo con nitidez preclara que L. A. se levantó a los postres y, de memoria, recitó un poema mío y quedé boquiabierto. Fue entonces cuando me planteé empaparme de su obra como agradecimiento al detalle que me dejó narcisito perdido y muy blandete... y de ahí se consumó el robo más grande de mi historia personal y discreta, pues teniendo en mis manos “La caja de plata”, descubrí de pronto el apartado genial que leva por título “Serie negra”... allí estaban las musas necesarias, las que andaba buscando como un loco, y las robé y las violé una por una hasta agotarlas y agotarme [así consumé tres años enteros de poemarios que tuvieron blasón en premios magros y pusieron el tono que tanto deseaba en mi obra].
Y con el tiempo descubrí poco a poco al Luis Alberto más hermoso, al amigo total que no dimite y que te echa una mano si la precisas, al que habla de ti de puta madre en foros donde eres un auténtico desconocido, al que te cita o te dedica algún artículo de prensa, al que te visita en casa con chauffeur oficial para compartir mesa, lotería y carcajadas [el chauffeur incluido, por supuesto], al que te manda de vez en cuando libritos deliciosos dedicados [lo último que recibí de sus manos fue una edición primorosa y chiquita de Bocángel en dos volúmenes de “El Parnasillo” o un libro delicioso de caballerías.
Y luego oírle hablar como embobado en alguna noche bruja –de Lucena o de Béjar– de héroes del cómic, de historias de algún clásico rarete, de andanzas literarias pretéritas y nuevas, de música o de cine...
Mi afán pequeño en el mar interior de estas letras es declarar bajito que pude consumar el robo aquél... y que, además, soy un tipo con suerte, porque gané a un amigo enorme que se mantiene ahí aunque medien distancias y silencios, aunque no nos veamos en tres años... un amigo grandote y bien vestido que escribe como nadie y que me enseña con cada verso suyo a ser poeta.
De otros temas más arduos apenas puedo hablar, porque me siento anémico frente a los culos planos de la lírica y la crítica literaria pomposa.
Vine a decir que Luis Alberto de Cuenca es un hombre entre los hombres, pero un hombre especial, especialísimo, especialisísimo, al que le debo tanto... que ni tengo intención ya de pagarle.
Por cierto, que mi placer mayor fue ser el editor de su libro “No me las enseñes más...”, un lujo que subió mi currículo de editor malo de atar a editor golosete.
Mil gracias, amigo.
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