Monday, February 18, 2008
Desear, desear, desear… ¿qué daño puede hacerme?
Es difícil sobrevivir sin ubicarte en el mundo, sin conformar cierta noción de tu propia importancia entre la gente con la que convives, singularizarte para quebrar la línea recta –por arriba o por abajo– que supone la media de todos. Y en esa singularización es donde sientes tu capacidad o tu incapacidad y, con ellas, te sientes lanzado a la vida, a su aventura; te sientes lanzado a continuar y continuarte, lo que supone el necesario no adjurar de la vida y de su azar.
Desde este punto de vista, la singularización por la individualidad termina siendo latido, un latido que nos aparta de esa cosa de genética social que tienen las comunidades marcadas biológicamente para un destino exacto [véase, por ejemplo, el comportamiento genético/social de las hormigas, individuos marcados desde su nacimiento para una misión concreta].
El hombre necesita indicio y posibilidad para seguir, distinción del otro y conciencia de ser diferente y capaz de plantearse metas personales e intentar llegar a ellas.
Desde el punto de vista biológico, parece que la perfección radicaría en individuos diseñados para hacer triunfar a la especie sin consideración al individuo: una sociedad perfecta en la que la individualidad es residuo de derrota y hay que eliminarla. Clases bien marcadas con labores exactamente definidas para conseguir un cuerpo conjunto con alto porcentaje de éxito en la supervivencia común.
El hombre es otra cosa, pues es capaz de tomar conciencia de sí mismo y de su entorno y pelear contra la lógica natural y su estricta ley de selección. La decidida individualidad hace hombre al hombre y lo hace especialmente contrario a las leyes naturales, llevándole a proteger a los miembros recesivos de su comunidad, a los débiles, a todos los descartados por la ley de selección. Y de esa individualidad nace el sentimiento de ‘contestación’ desde el que el hombre ordena sus propias leyes, marcando pautas –que nos parecerían absurdas en cualquier otra especie animal– que propician un crecimiento geométrico de población, cambiando los valores de supervivencia de la especie por los valores individuales contra el mandato natural.
Junto a ello, se suma una valiosa capacidad de valorar las posibles consecuencias y adelantarse a los problemas que aún no han surgido –es otro de los factores que hacen hombre al hombre–, consolidando territorios imaginarios de protección que presten un futuro distinto al de la supervivencia.
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Desear un abrazo, un susurro en el oído, un roce leve, una sonrisa cómplice, unos labios abiertos, dos palabras tiernas… no le hace mal a nadie.. y también es estrategia de soledad ese detenerse en el deseo como en una frontera, y verse sin papeles que representar ni con los que argumentar otra vida distinta. Todo con abandono, pero sin angustia, sin esa angustia que conlleva lo posible… deseos imposibles, sí, pero con calidad real en el cerebro, con su gestión de dopamina incluida.
Y es que uno pasa de cierta edad y aprende a sopesar los finales de cada uno de los caminos que transita, y si no hay fuerza interior, posibilidad intelectual de salir a un mundo imaginado, todo es naufragio cierto.
Desear, desear, desear… ¿qué daño puede hacerme?
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Vivo en ese edificio viejo, pero no se lo digáis a nadie, justo sobre un pozo infecto lleno del agua de escorrentía que viene por el subsuelo desde el monte. Todo el día sonando la bomba en el portal, una bomba que saca el agua del pozo y la envía a la red pública... pumb–pumb, pumb–pumb, pumb–pumb… las veinticuatro jodidas horas… y en el tiempo de calor siempre un olor infecto al iniciar el primer tramo de escalera [mi suerte es que ocupo el último piso y allí no llegan ni los sonidos de la bomba, ni el mal olor del pozo]… es insano vivir así, con los olores de la comida de todos los vecinos de la misma vertiente de mi casa penetrando por la salida de humos y llegando justo hasta mi cocina, olores acres… a manteca quemada, a pescado frito… No se puede escribir en estas condiciones, ni siquiera sentir ganas de escribir. Solo mis cuadros, mis libros y mi familia hacen el espacio habitable, y también el decorado hecho de objetos viejos que acumulo con verdadera pasión [sextantes, cámaras viejas, fósiles, máscaras antiguas, piezas de cerámica y alguna que otra obra extraña que me han regalado amigos artistas].
Lo peor es el sonido ahogado por la presión de las cisternas en la noche penetrando por los tabiques de papel.
Quiero una casa en medio de la soledad, una casa de muros sólidos en la que enterrarme y no volver a salir, una casa con ventanas ciegas que solo dé paso al cielo por las noches, una casa a la que nadie sepa llegar y en la que pueda vivir entre mis cosas, con mis ruidos y los de los míos… pero no tengo con qué ni cómo hacerla, ni lo tendría en tres jodidas vidas completas, porque tampoco tengo ganas de luchar ya por ese espacio.
Vivo en ese edificio viejo, pero no se lo digáis a nadie, junto a unos vecinos viejos que argumentan sus vejeces en un molestar sin molestar, junto a unos estudiantes que festejan su juventud con fiestas que llegan hasta la madrugada y que no me dejan descansar del todo… un edificio que hizo el padre de un amigo de mi niñez hace 30 años justo para caer con él en la ruina y dejarnos al pairo de unas paredes mal hechas… pero es mi casa y contiene mi historia entera, mis miserias, mi cuerpo desnudo [recuerdo ahora las “Memorias de una casa”, de Dulce María Loynaz, y siento que soy injusto con ese espacio que me acoge], mi sueño diario y todo lo malo y bueno que he sentido en los treinta últimos años. En ella presentí mis caídas y celebré mis éxitos… y en ella probablemente dejaré de existir un día.
No sé cómo procesar esta falta de amor hacia sus estancias, hacia la madera de sus ventanales y de sus puertas [que fueron un día mi capricho mejor], hacia la luz que toma de la calle y hacia su justa mirada al cielo.
Muchas noches salgo a fumar a la ventana de la escalera y me imagino cayendo en vuelo libre hasta el acerado bicolor, y me veo contrastando esas teselas con cierto encanto trágico. Luego miro el luminoso del Hotel Colón y sigo con mis ojos el pestañeo rojo de los constantes aviones que pasan hacia el sur…
Un día tuve macetas con plantas interiores en ese rellano de escalera, y las regaba cada dos o tres días, y las alimentaba con las colillas de mis cigarros… hasta que me olvidé de ellas y terminaron marchitándose, como yo lo hago ahora.
No sé a qué viene todo esto ahora… solo sé que yo vivo en ese edificio viejo desde hace treinta años, pero no se lo digáis a nadie.
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DULCE MARÍA LOYNAZ
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