Sunday, January 4, 2009

Bocángel.


4 de enero de 2009
El cáustico y delicioso Quevedo me impidió ayer cumplir con la labor que me había impuesto para el día, que no era otra que leer al culterano Gabriel Bocángel y Unzueta en una edición chiquita de su antología poética que me regalo Luis Alberto.
Hoy lo hice a primera hora, igual que ya lo había hecho allá por 2005. Descubrí esta vez a un Bocángel más de mi gusto [que uno cambia con el tiempo en todo], quizás porque llevo unos años acercándome a esa poesía con más ganas y con la mirada más abierta [antes tachaba por sistema ciertos tonos poéticos... tonto de mí].

SONETO

Huye del sol el sol, y se deshace
la vida a manos de la propia vida;
del tiempo que, a sus partos homicida,
en mies de siglos las edades pace,

nace la vida, y con la vida nace
del cadáver la fábrica temida.
¿Qué teme, pues, el hombre en la partida,
si vivo estriba en lo que muerto yace?

Lo que pasó ya falta; lo futuro
aún no se vive; lo que está presente
no está, porque es su esencia el movimiento.

Lo que se ignora es sólo lo seguro;
este mundo, república de viento
que tiene por monarca un accidente.


Así lo he pasado de puta madre esta mañana entre endechas, sonetos, seguidillas y romances... pensándome siglos atrás en los mundos de Lisi, de Celia o de Pantagia. Y luego escribí un rato para entrenarme un poco.

ANSIAS DE LIBERTAD

Quedábamos los jóvenes,
lejanos,
con el presentimiento jubilado
de no volver a casa por las noches
y seguir al escándalo
del alud de la gente en la calzada
o hacinarse entre aquellos brazos
que envolvían ciñendo
y podían no ser de una muchacha.

Quedábamos múltiples los jóvenes
ante el azar medido,
sin conocer la dimensión del día o de la noche,
desatados,
gustándonos o no –que no importaba–
y tramando sin plazos el deseo
surgido de una sombra indefinible...

Y vimos ya algo tarde
que amar nos excluía,
que ser igual a otros
o distintos
también nos excluía,
que escoger o no hacerlo
también nos excluía...

Huimos a lo gris...
y fuimos hombres
buscando el acomodo
entre las torres
donde todo termina mutilado:
hombres inadvertidos,
carne dormida,
muertos.

Hoy, completado el círculo,
batido el fango entero
con un fragor de nada,
solemne, erguido y viejo,
busco esa bicicleta
con la que ser el ansia.

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El soldado judío que mataba en Sabbath se detuvo un instante en su camino hacia Gaza para orar –lo vi en la tele mientras comía–, y un joven tocaba la guitarra en los territorios aledaños y cantaba en idish con cierta cosa Bob Dylan que me puso los pelos de punta mientras caían las bombas sobre suelo árabe.
En Ramallah, un guerrillero de Harakat al-Muqáwama al-Islamiya lloraba desconsolado delante del cadáver de su hermano, que estaba reposando destrozado en un congelador para fiambres.
Judíos e islamistas son hombres de lesa religión [los primeros con todo el dinero del mundo y los segundos con la más alta miseria de la Tierra]. Ambos grupos de humanos tienen cuerpos iguales con órganos iguales, tienen familias organizadas en piña con hijos nuevos... pero se ciegan en la jodida tundra religiosa y se asesinan por un Dios que nunca han visto ni saben si existirá. Todos son hombres que conocen lo que es la risa y el llanto, que sienten tristeza y alegría, que caminan y duermen, que hacen planes pequeños de futuro y quieren vivir apaciblemente junto a los suyos... pero creen en un Dios que les empuja a destruirse.
La mejor revolución pendiente de la humanidad sería destruir a los sicarios de cada uno de los dioses creados por el hombre y lograr esa mezcla necesaria de razas y culturas para que no haya posibilidad de pureza racial ni de integrismo, para que no haya guerras de religión, cruzadas estúpidas e infames de tipos abducidos por la espiritualidad barata.
No hay malos ni buenos de base en estas guerras, hay solo estúpidos, tontos de baba, gilipollas, individuos sin la mente formada con estructura de realidad y de verdad tangible... sí que hay quince o veinte hijos de la gran puta que se apuran a ganar millones de dólares con ellas, y quizás también unas elecciones [que viene a ser lo mismo].
Dios, con todos sus nombres, es el mal del mundo.

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