Thursday, March 19, 2009

Una muerte anunciada.


19 de marzo de 2009

Murió mi ordenador esta mañana y ando con uno de prestado, uno que no me conoce y no me sigue con la misma velocidad ni atiende a los gestos de mis manos con presteza… es un coñazo. Intentaré arreglarlo, pues mi máquina es única y casi imprescindible para mi expresión completa; además, alberga en su memoria todos mis pensamientos volcados, los mostrados y los que son solo para mis ojos. Perder esa información sería un pequeño drama personal y un caos en mi trabajo. Sé que le he pedido demasiado, que le he llevado al extremo de memoria y funcionamiento, que solo es una máquina hecha por el hombre y, por tanto, imperfecta… pero es la prolongación mejor de mi mano y mi cabeza. Espero una resurrección en toda regla, aunque me cueste una fortuna –que es cualquier cosa en estos días de ruina total.
La verdad es que siempre tendí a desconfiar de las máquinas, y es por ello que siempre ando dibujando en mi cocorota estrategias de defensa o auténticos protocolos para salir de las crisis técnicas y tecnológicas… cada mañana, al salir de mi casa y montar en el jodido ascensor del edificio –el ascensor es un espacio asfixiante en cualquier circunstancia, y más si viajas en él con alguien que no conoces, con su olor pegado y con esa decisión de protegerte siempre del roce o la mirada–, siempre pienso en que va a descolgarse de sus cables y va a iniciar una caída libre hasta el sótano, y calculo mentalmente el tiempo de llegada, valorando el paso de los diversos pisos por el cristalito estrecho de la puerta, de tal forma que tenga en mi cabeza previsto el momento de saltar justó cuando el ascensor golpee en los muelles de seguridad… cuando bajo solo, suelo dar ese saltito un segundo antes de que la máquina se detenga en el piso bajo como entrenamiento para el posible día en que suceda… y con todas las máquinas que me rodean hago igual, perpetro estrategias simples de salvación para que queden grabadas en mi memoria como un gesto reactivo… sí, lo sé, estoy como una puta cabra, pero funciono así.
En el caso de mi computadora no ha servido ninguno de esos entrenamiento en este caso, pues mi vagancia enfermiza ha hecho que no guardase el trabajo de los últimos dos meses en el disco externo a pesar de que cada noche, antes de apagar la máquina, pienso que debiera estar diez minutillos más salvando todos mis trabajos, pero el sueño me puede y me convence con esos “tranqui, tío, que no pasa nada”.
En fin, que estoy como huérfano sin mi máquina compañera y no sé qué hacer.
•••
Han vuelto los milanos como si fueran tórtolas, y han tomado sus nidos en los tejados altos [durante el frío invierno fueron sus inquilinas las urracas], han llegado como quien vuelve a casa después de un largo tiempo de viaje. Los miro mientras fumo. Remozan la nidada para albergar los huevos que han de perpetuarlos como amos de estas primaveras semirrurales... vienen del la orilla de allá, de donde la luciérnagas, la caliente ferralla de lapilli y el magma haciendo lenguas... vienen desde los huracanes, desde donde los hombres solo saben del minuto anterior y presienten con temor o sonrisas el que llega, desde donde el amor al raso bajo una luna grande como un flexo solar, desde la acometida de los tsunamis, desde el nervio de la gacela de Grant, desde los secarrales donde el agua es tesoro que se comparte... desde allí vienen, desde la otra orilla que me ha sido negada tantas amanecidas, desde el barro y el vuelo de la anópheles, desde la danza del escorpión, desde el parto en cuclillas y la placenta sobre la hierba nueva.
Vienen los milanos de aquella orilla hasta la que quiero nadar y en la que cambiarme esta piel blanca por otra dorada con olor a canela y a esencias ultramarinas.
Me miran mientras fumo y giran sus cabezas hacia el Sur, como indicando algo que no sé traducir.
Soy un hombre de aquí. Tengo cadenas.

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