Monday, March 2, 2009
Catulo, viejo cabrón... intenta sonreír en silencio.
2 de marzo de 2009
Otra vez en la lucha, y con ganas. La semana se presenta interesante, con asuntos de SBQ para trazar y trabar, con nuevos proyectos culturales [uno muy cerrado ya –iré contando– y otro a punto de comenzar]. En fin, que vamos tirando.
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Esta extraña manía de vivir que me entra cuando robo destellos de ojos o me enamoro de un papel o de una pintada a tiza en una puerta, cuando me da la risa por lo que oigo o me siento las manos sobre el pantalón como si fueran otras... soy porque ya no hay pañuelos de algodón en los bolsillos, porque ahora suenan las sirenas y hay angustia, porque hay un no sé qué en las borrascas que sabe a carcajada y en los espejos flotan una partida hecha de inercia tierna, algún viaje y un lecho con murallas en sus flancos.
Me gusta esperar a que la bañista emerja de la sangre con el cofre entre sus manos, que dé una bocanada y me mire hasta volverse loca, y me muestre su edad en el centro de sus pechos de adiós cuando abrazan... me gusta verla mientras se incendia debajo de su miedo y parece una persiana antigua o una puerta entornada... me gusta desearla con el sombrero negro puesto, mientras el oro cae de sus pupilas y suena a ropa usada... a veces pienso que es la esfinge y juego a olvidarlo todo en esta soledad con alas que no sabe de jaulas si no son de carey, como la inocencia.
Catulo, viejo verde, viejo cabrón... también estás ahí, riendo entre los féretros, mirando a los muchachos que se abandonan a los rayos del sol, como tendidos, como puestos a secar... los miras con fervor mientras limpias la sangre de la tajuela para sentarte en ella. Te encanta retirar la lluvia de sus pieles doradas con los ojos y pasarles el paño de lino por la espalda, como si fueran ángeles. Me gusta verte así, como el cuchillo de medianoche que corta el ojo.
El cofre de la bañista suele traer cenizas mezcladas con sombras familiares. Lo abre como un rito, lentamente, y lo pone sin más frente a mis ojos. Yo miro el contenido... pero vuelvo a sus ojos, a los ojos de sus pechos punteados en la lycra, a esas flores pequeñas que quizás sean amargas en la boca. Suele mirarme como se mira a un vaso vacío y me hace llamas. Con ella me adelgazo y busco el frío de su hoguera genital como un autómata.
‘Y llora con el cine y las cebollas... y ríe mientras miente...’ –la luz de G. Valverde se ha encendido hace un rato–... soy párvulo en las cosas que se deben decir.
Otros días, el cofre llega lleno de viandas... siempre me quedo las mejores tajadas de los muslos de mujer en salazón... y ella me mira al centro, donde las naves saben que la zozobra es cierta, me escudriña y siento que recela bajo su gorro elástico de goma... solo entonces le toco el vientre y me noto allí adentro en posición fetal, nadando en ese templo de cúpulas amnióticas. Siento cómo sonríe cuando lo hago y en sus ojos se borra cualquier duda.
‘Durante el duro invierno de 1992, en los campos de Kosovo, cuando Ares dormía en el Olimpo la siesta de costumbre, en ese mismo instante en que el vuelo de un misil detenía sus plumas asesinas, metálicas, en el tercio distal del hueso esfenoides de un ignoto soldado, a dos horas y pico de distancia de España, por ejemplo, en línea regular de un Boeing 359, que yo no sé si existe, un hombre, una mujer, transidos de delicias sicalípticas, hondas, concupiscentes, enlazaban sus cuerpos para después marcharse a consumar con rigor fisiológico, exquisito, las liturgias que estos casos requieren, los designios que sus propios orgasmos tiene previstos en circunstancias tales.’ –otra vez la luz de G. Valverde con su “Sombra a sombra”–... soy párvulo en las cosas que se deben tocar.
Risas, gruñidos... mientras la bañista se retira el bañador del cuerpo y se ofrece al tacto.
Catulo, viejo cabrón... intenta sonreír en silencio.
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SANTIAGO G. VALVERDE
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