El filósofo Kurt Gödel murió de hambre por miedo a los microorganismos que contenían los alimentos, y su vida y obra se consagraron a la racionalidad, siendo decisivo en algunos fundamentos matemáticos y en los principios de la informática. Cuando supe de él y de su intensidad, le encontré tan literario, tan irreal, que lo apunté en mi lista de personajes para cuentos cortos, esos pequeños retazos de historias mezcladas con los que descontextualizo y me lo paso en grande [ya publiqué hace unos años una colección de esos cuentecitos en “Formol con Havana 7”, y aún escribo algunos que voy ubicando como sin querer en mi bitácora… pero era tan buena su historia que nunca llegué a cerrar ninguno de esos cuentecillos con su figura [juro que lo intenté en ocasiones diversas, pero no con el resultado que me apetecía]. En la medida en que intentaba recuperarlo para una de mis historias, crecía en mí la curiosidad por su obra y buscaba materiales que leer [materiales llenos de dificultad, todo hay que decirlo, pero que me dejaban en un estado de reto personal]… pues hoy, como ya me sucedió otras veces, enredando en mi biblioteca, me encontré con mi ejemplar del “Principia Mathematica”, de Bertrand Russell, y, al abrirlo, leí una frase escrita por mí hace algunos años: “Chiquitín, tienes que leer a Gödel. Yo, que soy tú mismo”… y me reí como un tontino por encontrarme con uno de los ingentes mensajes que me voy dejando perdidos en cuadernitos, en libros, en objetos… y que me puse a buscar en Internet textos de Gödel, y que no volví a entender nada de nada en ese mundo extraño de números naturales, axiomas, enunciados, apriorismos y hasta el mismito teorema de completitud… es la hostia, tú, coño, que me resulta imposible avanzar en un párrafo con la idea de haber entendido algo… ahora, eso sí… al mirar su biografía disfruté conociendo a un tipo presa de la hipocondría y obsesionado tanto por sus hábitos alimenticios, que durante veinte años llevó un registro diario de su temperatura corporal y del consumo que hacía de leche de magnesia, dejando de comer por su terror a los microorganismos o a ser envenenado [solo tomaba pastillas contra una imaginaria afección cardiaca] y muriendo por desnutrición en 1978. Junto a todo ello, debo sumar su absoluta desconfianza hacia los médicos [algo que compartimos].
Joder, tengo que escribir algo sobre este tipo, pero tiene que ser algo realmente bueno, no puede ser cualquier cosa.
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