A Eduardo Arroyo no le preocupaba tanto la propuesta pictórica de su obra como la ésthesis que le llevaba a pintar.
Por aquellos días andaba enredado en una obra sobre Walter Benjamin que sería la insignia del diario «El País» en «ARCO». Yo le visitaba frecuentemente y, mientras él trabajaba, charlábamos de esa lógica estética tan bien diferenciada de la lógica del conocimiento formulada por Aristóteles o de la lógica de la voluntad que enunció y desarrolló Herbart.
Así, mientras que la belleza tenía franca correspondencia con la lógica del conocimiento y la benevolencia con la lógica de la voluntad, la lógica estética se abría a nuestros ojos con un claro componente de «no utilidad» -que no «inutilidad»-. No obstante, Eduardo insistía en dotar a su obra de una enseñanza, de un antes y un después narrativos que conformasen un paréntesis poético que resultaba ser la misma creación, sumándole una ética personal a esa estética globalizadora y llegando, así, a una voz propia perfectamente original y definida.
Debido a un viaje por el continente africano, dejé de ver a Eduardo Arroyo por unos meses. Cuando volví a Madrid, «ARCO» ardía en todos los titulares de prensa como la más rabiosa actualidad cultural del momento. Tomé un taxi y me dirigí hasta la Feria de Arte Contemporáneo –siempre feria de vanidades– con auténtica sed de conocimiento y abrigando la esperanza de poder abrazar a mi amigo.
Al personarme en el lugar me asaltó la duda del valor de esta pantomima con el apellido «Arte» blandido como bandera incontestable. El público era numeroso y la oferta ciertamente irregular.
En el stand de «El País», uno de los más prestigiosos –según rezaban los comentarios del día en «El País»–, colgaba el cuadro de mi amigo Eduardo sobre Walter Benjamin. Un grupo de escolares reía delante de él mientras un par de sesudos diletantes con gafas redondas y barba de varios días comentaban el descenso de calidad en la última etapa de Eduardo.
Los insulté a voces, defendiendo lo que consideraba una verdadera obra de arte.
Dos guardias jurados me sacaron del recinto a empellones mientras los diletantes se sumaban a las risas del grupo de chavales.
Ahora, por lo menos, se reían de mí.
No he vuelto a saber de Eduardo Arroyo desde entonces.
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