A Michel Houellebecq le encantaba escribir en los tanatorios. Tomaba su máquina de escribir a primera hora de la mañana y se recorría todos los tanatorios de París buscando al muerto más llorado; cuando lo encontraba, sacaba unos folios de su vieja carpeta, se sentaba en cualquier rinconcito y comenzaba el rito de la escritura con su tac-tac-tac constante y molesto.
El viernes pasado, mientras asistía al velatorio de mi amigo Pierre Robignac, escuché entre los llantos de la madre y las hermanas de mi amigo un nítido teclear. Busqué con la mirada. Era Michel escribiendo. Me acerqué hasta él y le pregunté por ese gusto tan extraño.
Me contestó: «por lo general, al hombre no le gusta su cuerpo, lo odia, lo aborrece. Eso a mí también me ocurre, y por ello necesito la cercanía de la desaparición para escribir. La muerte deja todo lo imperfecto depositado en un ataúd como si de heces mundanas se tratara, y el contacto con las heces me inspira... De todas formas, amigo, si quiere que le diga la verdad, hago esto para parecer original, que eso vende bastante. ¿No le parece suficiente?»
Me pareció suficiente... y necesario.
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