Se va el año y apenas puedo contar un par de cosas que hayan merecido la pena. En todo caso, el resumen es de demasiada actividad y escasos resultados.
Y encima estoy decaído por estas fechas trompeteras que solo me traen recuerdos amargos y mirada un tanto trágica.
En fin…
Dejaré que mi cabeza inclinada por el trabajo siga en su descenso, un descenso tan en progresión geométrica como el de mi cuerpo. No hay remedio.
Y me queda gritar, por lo menos gritar un par de minutos al día.. y también echar de menos…
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A la casa grande se accedía por tres tramos de escalera, una escalera de madera barnizada con alarmantes signos de carcoma. Allí vivía con mis padres, con mis juguetes y con las visitas esporádicas de los vecinos con los que compartíamos un corral común con su parra hermosísima y sus banquitos de piedra.
Allí pasé mi niñez, entre copiosas nevadas invernales y noches tan calientes como las de Alabama o las de San Luis [eso imaginaba yo, aunque nunca supe cómo eran las noches de aquellos lugares].
De aquella casa solo mantengo un recuerdo nebuloso que se resume en ocho o diez destellos: un hermano perdido, mi madre hirviendo leche o bañándome en un barreño de zinc, mi padre dándole vueltas a sus cuentas interminables, la moto de Tito Varillas aparcada en el portalón, un rifle rojo que me regalaron mis padres cuando me operaron de anginas y vegetaciones, los Reyes Magos bajando por el monte de El Castañar [los veía tan nítidamente que aún recuerdo la lentitud de sus camellos], la matanza anual del cerdo en el corral y los días de hacer jabón con sebo… diez años de mi vida resumidos en esos leves recuerdos.
Entonces todo era feliz a mi alrededor, hasta la muerte.
Luego [o antes, o durante, que no lo recuerdo bien] vino la casa vieja, la de El Solano, compartida con mi abuela Antonia, una casa con estructura del siglo XIX, con váter común en el portal, sin agua corriente, con una cocina bilbaína de hierro fundido, con brasero de cisco y un desván misterioso, con gatos que llegaban a la casa desde los tejados anejos, con dos alcobas ciegas y una cocina oscura… en ella tomé hábito por la lectura a base de tebeos y algunos libros viejos del abuelo Saturnino que le medio robaba a la abuela Joaquina cuando iba a verla los domingos [un Quijote destartalado, muchas aventuras de piratas y un volumen de ‘Flechas y Pelayos’ primorosamente encuadernado que no he vuelto a ver jamás].
También era todo felicidad en aquella casa… también hasta la muerte.
Y luego la casa nueva de la carbonería, con un balcón enorme mirando directamente al monte, en la zona más alta de la ciudad. Yo creo que fue allí donde empezamos a ser una familia… también la casa de la que guardo los recuerdos más nítidos. Siempre tirado sobre una alfombra persa de color granate jugando a los vaqueros, a los minicares, a las construcciones de Meccano…
Tengo que irme ya, que tengo cena de empresa con mis colegas.
De FUMADORAS |
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