Acabé el día raro de ayer con un golpe de calor de mi Guille, que le puso la temperatura corporal en 38,5º y le tuvo toda la noche vomitando bilis y sudando como un cosaco en Gobi… y escuchando a la turba nacional celebrar el pasó de ‘La Roja’ a las semifinales del Campeonato de Europa de Fútbol [estuvieron hasta bien entrada la noche haciendo sonar los claxons de sus autos, e incluso fueron a celebrarlo a su Cibeles particular en la subida del monte de El Castañar].
Y hoy me levanté resacoso de la mala dormida, aunque feliz de ver a mi Guille recuperado como un campeón y pidiéndome con insistencia que le hiciera un cartelón para el arco de san Juanito que está haciendo junto a sus coleguillas del cole. Lo prometí y cumplí mi promesa con diligencia.
Y el resto del día se me anda pasando en mirar la luz difusa de Premysa, en intentar adivinar en qué quedará la historia de La Covatilla, en maquetar la revista de fiestas de Ledrada con sus infinitos anuncios, en macerar mis deudas en el oloroso alcohol de la tranquilidad, en pensar en que el fin de semana próximo cumpliré mi sueño de asistir a un concierto de Bob Dylan, en perderme en tierras que no conozco y quiero conocer, en aguantar el tirón de todo lo que me arrastra con su fuerza prosaica y peleona… en fin, que nado en mis sandalias nuevas como el enésimo argonauta de la vida pimpona y que me voy a liar la manta a la cabeza junto a mi Juanito en tres proyectos solidarios que me apetecen un montón [en Gambia, Senegal y Perú] y que ya os iré contando poco a poco, a la vez que os pediré colaboración y empujoncitos.
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Cuando el cigoñino de la torre de El Salvador presagiaba su primera tormenta seria y estaba solo, sin sus padres [que andaría a la caza de algún batracio o de alguna culebrilla con los que alimentarle], si saber aún volar y sintiendo la exacta soledad desde su atalaya, fue justo cuando caí en la cuenta de que los hombres amasamos demasiado a nuestras crías, las sobreprotejemos y vamos con ello macerando su mala evolución.
Iba hacia mi trabajo y solo pensé eso.
Para cuando salí, ya pasadas las ocho de la tarde, la tormenta se había desatado en rayos y centellas, en aguacero y una hermosa bajada de la temperatura [que hasta esa hora se había hecho insoportable para mí]. Allí seguía el cigoñino, parado en su nido y aún solo, esperando a que del horizonte saliera su sombra protectora… entonces fue cuando la Lolita que reía a carcajadas entre los gitanillos me pidió un cigarro: “señor, ¿me daría un cigarro?”. La miré absorto, pensando aún en mi ave ‘depresa’, y vi que no alcanzaba los quince años ni haciendo un esfuerzo de imaginación. Le negué el pitillo y toda la gitanada comenzó a reírse de ella entre aspavientos… “bebé, que eres un bebé payo, que no te han salido ni las tetas y ya quieres fumar… ese hombre sí que sabe… ¡Pero ya folla, señor!, que se lo diga éste…!”.
El cigoñino pasó a segundo plano y la cría quedó comiendo pipas e intentado pasar el mal trago uniéndose a las risas de los demás. Ella tampoco ha aprendido a volar aún, y ya ha pasado bastante más tormentas que el pobre cigoñino, tormetonas de alcohol propio y ajeno, huracanes de sexo que sin suerte le pondrán una tripa prominente en un destiempo, ciclones de esa tonta incoherencia formativa que alimenta un sistema que no piensa en el hombre y sí en los resultados del arqueo… Es una perdedora más que será la justa desgracia en pocos años, flor de paro a lo poco, y a lo mucho una yonqui sin nada que pensar que no sea el pico.
¿Quién merece la culpa de esa cría, quién la tiene, quién la gasta y la alimenta?, ¿quién?
Como uno más de todos, sin hacer nada práctico, con un silencio estúpido, caminé hasta mi casa y cené medio destruido.
El mundo del hombre es una mierda, como el de las cigüeñas, o peor.
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