Después de una semana de currito molón [todo se echa de menos cuando te falta], pillo el fin de semana con ganitas de descansar escribiendo. Pocas cosas me han sucedido estos días que no fueran la absoluta concentración en el diseño de todo lo referente al IX Festival Internacional de Blues de Castilla y León y algún que otro manipulado imprentero echando una mano a mi gente en el remate de trabajos. Solo un café con Mª Rosa y un par de colegas suyos, con el fin de darle forma a un hermoso proyecto que tengo en mente desde hace meses, le han puesto algo de color a estos días de paso gris y cintura. Eso, y alguna que otra incomprensión cercana, que no entiendo, al trámite de mi tiempo. Vamos, una semanita para olvidar casi si me miro a la cabeza.
El caso es que me levanté tarde esta mañana y me vine con los ojos a medio cerrar hasta mi estudio, acompañado de Felipe [anda estos días lleno de exámenes y de dudas, y a mi lado encuentra soledad y un poquito de esa concentración que le falta]. Dejamos el coche en la Plaza Mayor y la postal ya estaba montada cuando salimos de él: andaba el desinhibido con su punto alcohólico dándole voces a todo el que pasaba a su lado, el gitano de negro sentado bajo los arcos con su gesto de mando tranquilo en el rostro, la viejita del turbante y la bata de boatiné paseando junto a las escaleras de la iglesia, el infartado dando vueltas infinitas a la explanada para cumplir con sus ejercicios diarios, el librero del barrio repartiendo los periódicos del día por los bares cercanos, el taxista del eterno purito en la boca apoyado en una de las columnas que dan entrada al ayuntamiento, la gorda sacudiendo una manta en el balcón… todo en su lugar, como cada día, y yo también.
Y es que el espacio por el que transito tiene un algo cerrado que lo hace bello, algo cerrado y también algo que late como queriendo abrirme puertas para que salga un ratito de la costumbre y del cansancio. Estas puertas abiertas me muestran de nuevo que no tengo que atacar a las cosas con afán de finalizar, sino que tan solo debo dejarme llevar con la percepción puesta en todos mis sentidos… y cuestionarlo todo para buscar una constante ‘necesidad de’ que me aporte vitalidad [es decir, ganas].
Envidio a los tipos como mis amigos Diego F. Magdaleno o Alberto Hernández [pondrán el grito en el cielo por mis palabras], que tienen su trabajo en el justo lugar en el que vibra su energía intelectual y su afán creativo. Yo tengo que desdoblarme a diario entre lo prosaico de un curro que no me interesa más que como una opción al pan y a la carne bien hecha, y lo que me propicia el placer de hacer y conseguir lo que me sugiere la mente bien rebozadita de instinto. Eso sí, tengo claro que para mí, por mis circunstancias, resulta mucho más fácil disfrutar de mis ‘momentos’, ya que pertenecen al apartado de lo extraordinario [entiéndase aquí el término ‘extraordinario’ como aquello que se sale de lo común y diario, de lo prosaico del trabajo monótono]. Quizás no desee en el fondo hacer de mi mundo extraordinario un puesto de trabajo para no acabar odiándolo, y me encante permanecer en esta situación de ‘envidia’ a mis amigos… porque creo que terminaría consiguiendo que lo que hoy es salida, luz al fondo, se convirtiera en mazmorra oscura.
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Decía San Agustín que ‘no debe estar solo el hombre’, pensando en que debiera conocer la ternura, el amor o el deseo de la mano de otro ser capaz de compartir. Hasta aquí, el santo extraordinario lo bordó [no se oculta que el tipo tuvo amada compañera y hasta un hijo brillante, Adeodato]. El caso es que a mí se me ocurre que sí, que no debe estar solo el hombre, pero no debe estar solo exclusivamente de otro hombre/mujer, sino que debe acompañarle la idea, la mano, la duda profunda y la superficial, la palabra [decía Valéry que “El verdadero escritor es un hombre que no encuentra sus palabras. Así que las busca. Y buscándolas, encuentra las mejores.”], cierta discontinuidad de acción/emoción, el accidente, las potencias, la subjetividad, el dolor, la muerte, el contratiempo, la idea de libertad y la de mordaza, el placer… Siendo así el hombre, no estando solo, hará causa común con todos sus acompañantes y comprenderá la razón de romper la lógica que le lleve hasta el espíritu creativo, que no es otra cosa que negarse a que lo verde sea verde; lo cuadrado, cuadrado; lo transparente, transparente [esas situaciones de lógica que hacen al hombre solo conformarse con lo definido y asumirlo sin trabajarle las vueltas, aceptar el estado de su mundo como pura definición estática]. El hombre no debe estar solo asumiendo su decorado fijo e invariable, pues será fracaso hasta su muerte exacta, no será evolución ni preguntas, y ello implicará que no sea ‘hombre’.
¿Cuántos seres asumen sin preguntas, sin dudas, su espacio y su tiempo?, ¿cuántos se proyectan en la seguridad de lo definido para pasar su vida sin la emoción de la ruptura de un concepto, por mínimo que sea?, ¿son ‘hombres’ esos seres?… He aquí una de las razones por las que odio las novelas, que son micromundos deglutidos y cerrados, que son estructuras fijas que amordazan y atontan por su falta de indicio y por su juego de lógica, a veces sorprendente, pero siempre cerrada y marchita. Una buena novela lo es mientras se escribe o mientras se lee, y luego es un muerto. Un buen poema lo es incluso después de que se acabe el mundo. En la novela, se llega como mucho hasta el placer literario, mientras que en la poesía se trasciende hasta el placer intelectual.
Derivo, me voy sin querer de unos temas a otros, como en un crucigrama, pero no pasa nada, que sé que soy así. Y me gusta, porque sentirme imprevisto me hace sentirme en el camino.
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