Friday, June 13, 2008
Perseguir el precipicio.
Pasé la tarde de ayer, entre cervecitas, con la pujante poesía joven [representada por la delgada línea roja del coleguilla Gonzalo Escarpa y por la poesía híbrida e insular del chiquillo grande Ben Clark]… y con la repujada fuerza editora del potente Fabio Rodríguez de la Flor, editor pimpollo de esa cosa hermosísima llamada ‘Editorial Delirio’. Es Gonzalo un clavicordio de proyectos y un imán para raros [en sus acepciones de atracción y liderazgo religioso], un tipo que destella y jamás deja frío al personal, además de poseedor de un atractivo natural que ya le presenta con medio camino andado. Ben Clark es más como era yo a sus años, incluso hasta me reconozco en su físico de alguna forma, y se percibe lleno de ganas poéticas. Fabio es otra cosa… una ente humano en el que se mezclan una mirada dulce e inteligentísima con una sonrisa pérfida, una sólida autoformación con una bella candidez indefinible, un buen mazo de ganas con un manejo magistral de la posibilidad.
Los tres hacen un ‘uno’ al que le caben todos los adjetivos, e incluso le sobran también todos. En fin, que lo pasé estupendo con ellos.
•••
Siempre perseguí el precipicio para sentir el vértigo en el centro del estómago, pero el miedo me hizo dar un paso atrás cada vez que llegué hasta lo vertical, por lo que me decidí un día a ser el pasajero imaginario del barco que naufragó, el tripulante lascivo de una cama en la que duerme la muerte cada día en posición fetal [a más de una mujer casi ahogada he sacado entre mis brazos de la marea de sábanas para depositarla sobre la alfombra de arena], el marinero ebrio que no soporta el estatismo de la tierra firme y quiere hacerse líquido en una maraña de cantinas solitarias.
Perseguí el precipicio y terminé inventándomelo para no tener que perder el poco equilibrio que me queda. En él hay sirenas de barco con cuatro enormes chimeneas que escupen humo negro, un mingitorio interminable lleno de hombres mirándose su centro con las manos, el camarote cerrado de un capitán desaparecido en una travesía, la cebra pastando frente a los ojos entreabiertos del león, el túnel que atraviesan con sus maletas los suicidas, un carbonero trasegando cisco en un cubo de zinc, la maga montada sobre un cisne y una omisión en un cuadro de círculos concétricos de Kenneth Noland.
A veces entro en discusión conmigo como una excusa para no llegar al filo, y lucho con términos comunes a un mismo objeto [como ‘albaricoques’, ‘albérchigos’, ‘damascos’] para no acabar siendo la estética de una caída.
Que zozobre el barco en el que me enrolé y se hunda [ahogarse me parece una de las formas más jodidas de terminar] es una obsesión muy parecida a aquella que me abrumaba cuando contaba con nueve o diez años. Pensaba en que los que pasaban de cuarenta años eran viejitos y mi abismo se concentraba en imaginarme llegando a ellos mientras me preguntaba cómo sería mi cara y hasta dónde llegarían mis dolores… con 20 años, mi precipicio era la muerte, no en vano había perdido a un amigo por su afán suicida, a otro en un accidente de automóvil y a otro por un paro cardiaco mientras practicábamos nuestro deporte favorito… y ahora, con diez años pasados de los cuarenta, ni la edad ni la muerte me producen aquel vértigo… ahora son otras cosas más relacionadas con el conocimiento, la forma y la expresión; mi vértigo es de palabras y trazos, y mi abismo es de conocimiento.
¿En qué acabará todo esto?
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