Friday, February 13, 2009

El cofrecito del sándalo.


13 de febrero de 2009
El cofrecito que atesoraba el sándalo contenía la cura del espanto. Era una caja antigua que heredé de mi abuela, chapada burdamente, por algún artesano sin sustancia, con estaño mal repujado sobre una base informe de madera de pino. Cuando el día iba mal, la abría con cuidado –siempre a solas– y encendía una pebeta, y la soplaba. Así sahumaba todo hasta encontrar un punto en el que caía hasta el descanso relajado en el olor... hoy la echo de menos, como echo de menos la lumbre compartida y el pudor, o aquellas penitencias salesianas después de haber pecado, o el primer esperma.
Nunca supe trazar aquel primer esperma involuntario y sus muertos pequeños, pues nadie me enseñó que tenía un hígado y dos riñones y que me debía a ellos por encima de cualquier otra cosa, nadie me enseñó que no debía eviscerarme jamás y solo me serviría intranquilizarme por ello, no por todas esas otras cosas por las que me intranquilizo.
Junto a mi cajita aprendí a apreciar poco a poco el olor a reinetas maduras o el acíbar de los limones verdes, con ella me reí de todas las esculturas ecuestres y supe que hay esquinas, me eduqué en contenerme e incontenerme, soñé bicicletas blancas y el tac-tac de un taxímetro, toqué a una mujer madura y desnudé mi vida de lo cotidiano por momentos. Junto a mi cajita sentí el furgón del preso y la presión de otra carne en la borda del cuerpo, supe del ajetreo de la masticación y del jugo de los alimentos desmenuzados, tramité el temblor y sentí la intensidad de no haber navegado nunca.
Mariposas, enormes rumiantes, colegialas incondicionales de la quemadura, la predestinación, los brazos estrechando, lamer, un imán de herradura con los bordes rojos, calambre desde los hilos de cobre, un cubo de chapa galvanizada, la señorita de las tetas grandes, sardinas en aceite, la evidencia de lo ineludible, Proust, una tumba con gladiolos, el olor a descomposición en otoño [humus], las fragarias, el monaguillo sentado sobre las rodillas de párroco, la borracha, los huecos, Camembert con pan caliente, el florero de plástico sobre el aparador... mi cofrecito lo contenía todo como una pampa entera... y no sé dónde está, dónde esconde todas mis sensaciones viejas, mis pedazos de antes.
Me corté el pelo ayer... y hoy solo puedo mirarme con ternura.
•••
¡Las ciervas...! Siéntate en lo que resbala, viejo, y mira el olor de las cosas como tocas la tinta fresca con el dedo. Busca en el zaguán la sombra de alguien que caminó ayer y tiéndete a pensar en tu camastro. ¡Las ciervas...! El beso, viejo, el beso en las axilas y luego flotar como una niebla ancha que deambula y advierte, que gime como lo hiciera un mal fusilado.
Quiero entenderte, pero me cuesta tanto...
¡Las ciervas...! El reflejo en el charco, viejo, el baño de la virgen desnuda como un regalo de la lluvia, las flores como sexos femeninos abiertos, como bocas buscando la raíz que los penetre mientras suena la queja deliciosa. ¡Las ciervas...! Pulpa de mandarinas, viejo, pulpa en los labios mojados con sabor a lo que se fecunda, fécula, felpa, feldespato, pulpa de mandarinas, pulpa de vulva, pulpa. ¡Las ciervas...! Frótate, viejo, que el tallo ya es adulto y hay que dejar olores en las ramas que circundan tu isla, hay que dejar señales a las hembras adultas de todas las especies, feromonas, feroces, hipertensas. ¡Las ciervas...! Deriva, viejo, y escucha cómo crujen las cuadernas mientras amas, escúchalas mientras hablan del lastre y las tormentas, del tifón de anteayer o de la danza muda sobre un clítoris, y que tu sangre fluya precoz, mimosa, mímica. ¡Las ciervas...! Y ese averno que lentamente merma después de haber quemado, viejo, ese averno lamido y retirado, escondido en el fondo con su fauna y sus flujos.
Sigue solo hasta el opio, hasta la grasa, hasta la hiedra blanca... frótate, viejo, hasta lo lato, late, loto, luto, Leteo.

Hoy estamos los dos un tanto extraños... ¿por qué las ciervas?

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