Thursday, February 5, 2009

Que se me muestre o que se me dé la muerte.


5 de febrero de 2009
No es este galopar, que son las huellas de la herrumbre anterior las que detienen... no es el alimentarte entre los sobresaltos, que es el vómito sepia y las arcadas... no es siquiera escapar, que es esa cruz de víctima que llevas en los ojos...
Y encuentras en la vida esa preñez de gatos interiores que maúllan y atinan a arañar mientras te encojes... y hay que tomar partido y ser determinado en ocasiones... y hay que demostrar todo a cada instante.
Paseé el cementerio y sentí una intención irrefrenable de echarme a reír a carcajadas... tantos cadáveres de hombres que reprimieron su voz y sus acciones, que guardaron sus ganas para días postreros que nunca les llegaron... hombres desvanecidos por esa brusquedad que corta todo cualquier mañana limpia.
Habría que salir a cada día para resolverlo todo, a hacer que se sublime el hombre que quieres ser, a decir con la lengua desatada, a desmayarse por la falta de aire, a masticar ese salir como un resucitado de cada letargo.
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Subí con un cliente a tomar un café a media mañana y el bar hervía con gente municipal y algunos profes instituteros. Yo estaba haciendo negocio –el bar es un buen sitio para trabar asuntos y dejarlos cerrados– y ellos estaban en la cosa descansera [tan mal no debe ir España cuando el funcionariado mantiene sus horas de cañita con tapa, cuando mantiene la sonrisa y tira de monedero]. Y me parece bien, pues así el bar funciona y puede pagar a sus camareros y puede cumplir con sus proveedores [ahí seguro que me toca algo]. Todo necesita movimiento, que haya alegría y conversación, que haya soltura y se vea intención.
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La baba del mandril, ciego de sangre, metida la cabeza en la presa y tirando hacia afuera de las mejores tajadas... la baba del mandril entre blanca y rojiza, cayendo desde su morro azul de alimaña... la baba en sus falanges recién lamidas, en sus uñas de yeso, en su pelaje.
La mano del mandril y sus ladridos de perro vuelto en simio, atado a la torcedura del árbol donde festejan los omnívoros, haciendo sombra en el reseco esqueleto de abajo.
Los ojos rojos del mandril, ojos como de fiebre que dan miedo, ojos de confinado y de lechuza que desgarran y desazonan tanto...
La oscuridad del mandril en tregua, mientras monta a las hembras y humilla al derrotado simulándole un coito, sujetando su espalda sumisa y muy curvada.
Allí estaba, detrás de los cristales, contando las monedas y estampando los sellos delirantes en todo lo arbitrario... allí estaba, con una americana y una corbata nueva, tensando las arterias que socavan y buscan atropello... allí estaba sentado, como una meretriz con su sexo de asfalto ignorando que afuera laten los demás hombres.
Yo volvía de comer... los bancos cierran tarde.

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