22 de febrero de 2009
Salí a la mañana como a aquellos días en El Raval en los que me levantaba tarde y bostezaba sin camiseta en la terraza de tender, mirando cómo unos albañiles rumanos rehabilitaban un edificio que se elevaba majestuoso frente a mi amanecida. Había gatos junto a las antenas y una mata hermosísima de romero se cimbreaba sobre su receptáculo [una tinaja antigua que había pillado un día la función de maceta]. Barna era todo tejados y una bruma lejana que sugería lumpen y algunos paraísos artificiales. Me aseaba en un cuartito destartalado que contenía un viejo aguamanil y un retrete con tapa de madera, me vestía deprisa con la misma ropa del día anterior [no llevaba otra], me peinaba mirándome en un antiguo espejo desconchado [hoy querría volver a tenerlo frente a mis ojos] y me tiraba a la calle precipitándome por la escalera oscura e interminable. Al salir, siempre me encontraba con las últimas putas [o las primeras, que nunca lo supe] y los cuatro locos fijos que pedían monedas como agrediendo. Los saludaba a todos y seguía el olor de los churros recientes para hacer la que quizás fuese la única comida del día [no porque no tuviese dinero para pagármela, sino porque debía aprovechar los pocos días de Raval para empaparme entero de su impronta y ponerme su pátina en los ojos]...
Pues eso, que hoy salí así de casa, con ganas de acumular sensaciones y de vivir cada minuto como un rapto... y ando en ello mientras queda en la frente la memoria de ayer, el carnaval que me hizo volver a mis años pequeños, con Guille disfrazado apresuradamente de la muerte... el crío pasó todo el día ilusionadísimo con su disfraz y con salir a la calle a mezclarse con todos esos locos provisionales que se ponen máscara sobre máscara en estos días. Se le veía realmente feliz con todo el trámite, y ello prometía un final divertido.
A eso de las ocho ya estaba maquillado y vestido con su tétrico atuendo [mi último bote de pintura de plata me vació el colega, con lo que a mí me gusta esa pintura para mis tuneos], y salimos al mundo del carnaval con ánimo y sonrisas... y aquí llega el momento en que me vi en mi hijo con una nitidez heladora... al ver a los primeros disfrazados por las calles, su gesto se torció y se hizo absoluto silencio... caminaba encogido, amedrentado, como poseído por un temor ancestral que no entendía... así llegamos hasta la fiesta, que se desarrollaba en la Plaza de España entre un bullicio inexpresable y un movimiento continuo de extraños seres danzando y haciendo gestos extravagantes.
A los diez minutos, Guille me tiró del pantalón para que me acercase, pues quería decirme algo. Acerqué mi cara a la del niño y, muy bajito, medio llorando y con la voz entrecortada, me dijo: “vámonos, papá, vámonos, que no me gusta, no me gusta, vámonos...”. Salimos de allí con pasos largos, agarrados de la mano bien fuerte hasta llegar a casa. Guille no tardó un minuto en deshacerse de su disfraz y en lavarse la cara. Fue entonces cuando regresó la sonrisa a su cara.
No hablamos de lo que había sucedido y nos sentamos juntos a ver perder al Barça contra El Español. Yo era perfectamente consciente de que Guille lleva en sus genes mis miedos, mis fobias, mis temores.... y una sola mirada nos sirvió para entendernos.
Siempre sentí terror por los payasos, por las caras pintadas, por las máscaras que solo muestran ojos que se mueven sin expresión y escrutan desde el ocultamiento.
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