Thursday, February 26, 2009
Desde el espejo empañado.
25 de febrero de 2009
Vuelan furtivas las tórtolas mientras espero desnudo en mi cuarto de baño a que algo suceda. El espejo se empañó hace dos horas y no da señales distintas a ese repetir mis movimientos brumosos [me encanta mirarme en el espejo empañado y pensar que esa mancha deforme de enfrente es otro ser humano que quiere comunicarse conmigo]. Me muevo para ver sus movimientos. Me toco para ver cómo se toca.
Recuerdo de pronto cómo mi amigo Gerardo me contaba ayer su percepción de la edad, cómo me explicaba agarrado a una botella de litro de Solán de Cabras que habían tenido que llevarle en ambulancia a urgencias por un intenso dolor de riñones que acabó quedándose en mal de edad, solo en eso. Sus ojos mostraban preocupación mientras yo le lanzaba carcajadas [yo ya sé lo que le espera, eso que él no había podido imaginarse hasta ahora]... pensando en mi amigo, me senté sobre el mueble del lavabo y empecé a escudriñar en mi cuerpo las señales: la uña rota del dedo pulgar de mi pie derecho, que crece asilvestrada desde que le cayó encima la máquina de redondear esquinas como una guillotina, las canillas con su galaxia de manchitas que son memoría de mil heridas antiguas [la mayoría de golpes nocturnos con las esquinas bajas de la biblioteca del pasillo de mi casa], los muslos limpios de polvo y paja, impolutos, posándose en las rodillas machacadas totalmente por mis años de basket [duelen como goznes oxidados cuando la humedad se hace dueña del ambiente]; las ingles, como esquinitas para esconderse del mundo, casi olvidadas por los mil dolorcillos del resto del cuerpo; el sexo, agusanado, frío, como pidiendo unas manos o alguna sima caliente en la que ser [él es el que me da la medida del tiempo con más exactitud, el que me habla del hambre y sus misterios, el que guarda el secreto de mi fuerza [mucha o poca] y me lo indica. Del sexo para arriba, los pequeños dolores misteriosos e internos, los chasquidos, las punzadas... ahí todo es oscuro... ése es el territorio del miedo de un tipo de cincuenta y un años: las vísceras y los órganos blandos. Hasta hace pocos años, la preocupación nadaba en quebrarse algún hueso o que un jodido músculo [ratón pequeño] se elongara hasta el dolor intenso... eso ahora ya no importa, se ha quedado en anécdota ante un dolor punzante en el costado, un brazo adormecido desde el hombro, los lomos como apaleados por la queja urinaria o los pulmones medio impedidos para el aire.
Mi amigo Gerardo se ha empezado a dar cuenta ayer de ese proceso que yo ya llevo tramitando más de diez años.
Cuando yo estaba así, como él hoy, entendí con fiereza que debía buscarle contenido a ese estado de venirse a menos, y aposté por mi cabeza como órgano de mí, fuente de todo... y empecé a trajinar con ella, a entrenarla, a hacerla sustantiva, a sentirla capaz de abolir con firmeza cualquier gesto inconveniente del resto de mi cuerpo... y debo reconocer que no me va mal, pues ese proyecto capital me sigue haciendo crecer en el descenso, me puebla de experiencias distintas a lo físico que son incomparables, me lleva al placer neto, a la pasión, al gusto, a la estética... a ser de otra manera real [no el cuerpo, ni los cánones externos llenos de percentiles, medidas y volúmenes].
Delante del espejo tomé con energía mi sexo entre las manos y lo sentí distante, como extranjero. La idea de Gerardo doliéndose de tiempo no dejaba que el rito amontonase sangre en sus extremos... y no sucedió nada. La cabeza, ya veis, contiene ese veneno que mueve o elimina, que eleva o deja muertos.
Y el día ha resultado de fondos planos [azul el cielo y gris pardusco el resto] y de personas contrastadas contra él: Juanito, Fabio y Ben Clark [tres hermosos y nítidos contrastes]. Trabaje duro por la mañana y por la tarde se echó encima una suerte de ‘vacaciones Santillana’ que he aprovechado para escribir un poquito hasta que lleguen las horas fiables en las que cambia el fondo a negro sin más historia.
•••
En el espacio de la poesía se cortan las piernas de todos los heridos y se las deja reposar sobre sábanas blancas almidonadas... de ahí aquel olor acre que borda en las narices la exacta cara de los poetas ascendidos al absurdo parnaso...
¡Oh, Ginsberg!, tu ciudad y su río, tus nalgas blancas siempre dispuestas al sexo de algún maloliente muchacho que te metiera su mejor poema hasta los riñones... las muchachas tendidas con camisones blancos y el cadáver de la mujer decente con piel de cartulina, los ojos desafiantes del egipcio, la moldura de un cuerpo por hacer con la boca y el único poema, el verdadero...
¡Oh, Ginsberg!, el alcohol a las once entre los espantapájaros y una luna fulana, el sexo recién masturbado y esa cosa gutural que lo acompaña, el mantel de cuadros rojos con la comida puesta, la camiseta blanca mojada por la lluvia y unos pezones negros marcados como arañas...
¡Oh, Ginsberg!, el cepillo de dientes en el vaso, el betún incoloro en su cajita, el pedestal donde serás un bronce para los excrementos de las palomas, la pluma negra de punto grueso, el sostén usado con olor a lavanda, la pensión sórdida donde fuiste carne sobre carne, el pariente lejano que nunca volvió, el bacalao colgado en el ultramarinos como si fuera carne enferma...
¡Oh, Ginsberg!, la cama deshecha y esas tres colillas apagadas en el suelo, la lefa que tragaste y te hizo políglota, las perchas de madera en el armario y hacer el amor en el museo...
¡Oh, Ginsberg!, esa poesía norteamericana con olor a gallinas y a forúnculos, esa poesía deleznable que tanto adoro, esa sublimación del pus mismo que me impele y me arropa, que me hace sentir dramáticamente humano y acogido, que me deja encinta de un poema de esperma escurriendo por unos pechos caídos...
En el espacio de la poesía siempre se bebió cerveza caliente y se vomitó bilis.
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