Sunday, April 27, 2008

Miradas*


Mírame andar, que ayer me falló la rodilla y me fui al suelo. Estoy empezando a pagar mis 29 años de basket y todas las tensiones estúpidas a las que sometí a mi cuerpo, pero me lo pasé de puta madre.
Mírame andar sin que te vea, y notarás cómo me he puesto viejo, cómo mis hombros caen y mis pies arrastran, pero me lo pasé de puta madre.
Mírame andar sin que te vea y sin que te sienta, y verás como migran los pájaros, cómo la luna busca un desfase entre nubes, cómo la orilla del otro lado se acerca poco a poco, cómo la carne crepita y huele, cómo no importa lo que fue y sí lo que haya de venir… Mírame y piensa en una noche de alimañas y espíritus, en una controversia y en un absurdo, en el rastro del animal herido, en la feria incendiada de luces y un hombre solo, en la costra que protege la herida, en el pañuelo blanco… o, si quieres, mejor mírame con deseo, aunque me quede poco que ofrecer, o con ganas de morderme el muslo, o con incontinencia por hacerme la boca nueva… me da lo mismo siempre que no me mires con conmiseración. Mírame, en todo caso, para que pueda quedarme a vivir en tus ojos un ratito, para quemarme con tus rayos de láser, para dejar caer tus bombas atómicas sobre mi espalda sin que yo sienta nada… pero que presienta.
Mírame andar y verás el pasado completo del hombre, el medioevo de un gesto común, el justo instante de la ira antes del combate, el pretacto de amar, la sensación de vértigo de quien penetra y sale, el agosto del cuerpo, la líquida lujuria de un hagámoslo ahora, el antiguo régimen, el nuevo, el renacimiento entero y las postmoderna cojera patizamba de mi pierna izquierda.
Mírame andar sin que te vea y sabré que me miras, porque hay un hombre igual que yo que pervive en tu sombra y la alimenta.
La soledad es un arte mayor que me fascina.

*[Debo dejar de leer a Oliverio Girondo... o debiera pohibírmelo mi médico de cabecera]


•••
Las mandarinas se pelaban con la mano y quedaba el perfume durante horas mientras en la tahona del tío Jerónimo se hacían hornazos fuera de temporada. Todo era blanco en aquel subsótano, que daba al río, en el que el calor del horno y el penetrante olor a cualquier cosa recién hecha lo configuraba en paraíso menor y subterráneo. Las bandejas, renegridas de los miles de horneadas que habían sufrido, se apilaban como pizarras viejas sobre unas enormes estanterías de madera burda. Allí se hacía todo lo que pueda imaginarse que necesitase un horno de leña: tostones asados, mazapanes, polvorones, bollos de infinitas formas, pan de pueblo, magdalenas con azucarón, bollas, mojicones, colines, chiquitillos, milhojas, empanadas… y el tío Jerónimo lucía una boina blanca, un mandilón, una camisona regazada y su eterna colilla de tabaco de liar colgada entre los labios. Era brusco, pero tierno; callado, casi hermético… y de vez en cuando me decía: ‘pilla una pasta, Felipón, que están calientes’. Yo le sonreía y pillaba un puñao de aquellas pastas de nata con formas de corazón, estrella, luna, conejito… y me las comía sentado en el escalerón de piedra. A veces, sin venir a cuento, le gritaba: ‘¡Tío Jerónimo, ¿iremos a pescar?!’… ‘Claro, Felipón, el domingo a las siete te quiero ver en la gasolinera de Bernal con la pesquera al hombro, que esta semana hay trepa de bogas y vamos a ir a las chorreras con cinco anzuelos… van a engancharse hasta por la cola, ya verás… pero esta vez no te pongo yo el cebo, eh, que tienes que aprender… y lo mismo hasta pillamos algún barbo grande o una buena trucha, que el tío Jerónimo es un campeón.’… y seguía amasando rebozado en harina, y a mí me parecía que Dios tenía que ser igual que el tío Jerónimo… Y se murió un día, no sé de qué, y se me borró de la memoria como por arte de magia, y hoy ha vuelto a visitarme, sin más, con la tía Eugenia y su moño trenzado.


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