Tuesday, April 1, 2008
Pensamiento y tiempo...
No he vuelto a coincidir con algunos compañeros de los diez minutos de café matinal, y me da en la nariz que a este desierto se ha llegado por algunas palabras escritas en este diario [y no por la voluntad de mis concafeteros, que son unos tipos dispuestos y majetes, sino que probablemente haya sido por la curiosa mirada de sus superiores a este blog impertinente y vocero]. Siento de verdad haber podido crear algún problema a mis amigos de primera hora, que no era mi intención, a pesar de que, revisada mi entrada cafetera del día aquel, no encuentro razones para sacar conclusión de horario, ya que no concreto tal circunstancia, a la vez que afirmo que mis horas desayuneras bailan con bastante margen, hasta coincidir incluso con la legal hora del bocata oficial.
Así que perdones para todos y buen rollito, porfa.
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El pensamiento es una acción que sopesa la variable del tiempo y a la vez es generador del mismo, extendiéndolo, acotándolo o haciéndolo infinito… pero también es el pensamiento una posibilidad de tiempo y en el tiempo, una especie de espera activa de lo que va a suceder y un juego de premisas y modificaciones posibles e imposibles de lo que llegará. Pensando armamos nuestro tiempo y lo proyectamos, y también ardemos en la capacidad de proyectarnos nosotros mismos como entes en el tiempo.
Esta capacidad humana es la que nos hace especiales [para bien o para mal], pues desde ella multiplicamos los planos vitales, no solo en función del pasado y el presente, sino en el futuro, ese lugar inexistente como invención mágica y perfecta, ese lugar de la predicción ideal o perfectamente calculada por el trámite empírico de la experiencia.
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Como hombre, dudo del hombre… como animal, siento un miedo irremediable hacia el hombre.
Esta mañana me encontré con Julián y me preguntó por mi hija Mariángeles con afecto y con voluntad de saberla bien y en el camino. Yo sé que la aprecia y le respeto mucho por ello, como sé que su labor de gestor en un centro de enseñanza es difícil, porque la hacen difícil los mimbres con los que debe tramitar sus días profesionales [los alumnos son inciertos, los padres somos pura inexistencia y los profesores son tristes certezas]. Le agradezco a Julián sus palabras de ánimo y sus buenos deseos, pero aún tengo clavado en la espalda el jodido puñal que me clavaron hace menos de un año, aún me resiento del golpe por las noches y me cisco en todos los muertos de quienes arruinaron un año de la vida de mi hija por esa pasión ridícula por la palabra ‘justicia’ [mal entendida, mal pronunciada y mal practicada]. Me sentí rastreramente humillado por aquella circunstancia y aún hoy sobrellevo como una carga los restos de aquel naufragio, hasta el punto de que mi plato de venganza aún no está frío como para poderlo servir en la mesa precisa.
Sé que odio el sistema educativo porque tan solo ofrece fracaso a los que lo padecemos, y, sobre todas las cosas, odio a los que, amparados en tal sistema, llevan la norma al valor de credo y lo procesan todo en términos de medios puntos y décimas absurdas, en pericias decimonónicas y en ridículos conocimientos adquiridos. Odio con saña a quienes no saben poner en la balanza el ‘valor’ y todo lo limitan a la faja de la letra pequeña [al pie de la puta letra pequeña ] y al conocimiento ridículo de una fecha o del nombre absurdo de un muerto que ya solo puede ser triste memoria. Odio a los que no entienden que el futuro es el valor del hombre, y por ello no lo alimentan ni echan el resto en propiciarlo desde parámetros distintos a los percentiles fríos, a los que no analizan la posibilidad y la potencialidad de un individuo si no es desde unos resultados matemáticamente milimetrados. Odio, en fin, al que tiene en sus manos el poder de destruir una trayectoria y, al hacerlo, no valora capacidades tan imprescindibles como el saber razonar, el saber expresarse con facilidad y lógica, el saber elegir y descartar, el saber estar a la altura de mil circunstancias, el saber convivir y relacionarse, el saber escuchar y hasta el saber sonreír… saber ser persona entre los hombres… y los odio hasta desearles una vida angustiada y jodidamente cabrona, una vida sin amor y sin alegría, una vida sin piel sobre la piel, sin sonrisas, sin esos altibajos deliciosos que llevan de la tristeza a la euforia… les deseo soledad, una soledad inabarcable y no querida, una soledad con todas sus dolorosas flechas y sus heridas abiertas.
En fin… que no he curado aún del daño que me han hecho, de su intento de destrucción de lo que más quiero en este mundo, que son mis hijos.
Yo, un tipo casi liberado del mundo falso del hombre [por lo menos más liberado que el 99 % de los mortales], tuve que humillarme delante de una mediocre mierdecilla llena de complejos y de cuitas que no sabe aún que ‘joder’ exige carne sobre carne, tactos, pieles, jugos… que confunde ese término tan dulcemente carnal con el concepto inhumano de arruinar una vida que está a punto de empezar a ser vida, una vida en proyecto ya lanzada, una vida que lleva los mejores materiales en su mente y en su cuerpo…
Si fuera buena persona, le desearía un buen varón con toda su potencia, bien armado, para que sintiera la fiebre en sus caderas… pero no lo soy y tampoco lo merece. Que se pudra en sus jugos, coño.
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Viendo a Magdalena hecha un guiñapito, sin poder decidir sobre el movimiento de su cuerpo, sin poder colmar sus apetencias más pequeñitas, sin poder hablar, sin poder comer, sin poder reconocer a nadie, sin ser dueña absoluta de su cuerpo… viéndola muertecita en vida, peor que un ficus sin riego en una zona oscura de la casa, quiero dejar bien claro que yo quiero morir justo cuando me apetezca hacerlo o justo cuando mis capacidades mermen hasta el punto de no ser dueño de mí. En ese instante quiero que me llegue el final y ruego que si yo no pudiese darme a la muerte, sea alguien que me quiera de verdad quien me la facilite. No deseo permanecer sin poder pensar, sin poder ponerme triste o alegre sin poder ser dueño de mi tiempo y de mi razón.
El amor a veces es tan perverso como para prolongar el sufrimiento de quien ya no tiene solución posible, tan cabrón como para mantener la vida a base de química y oxígeno enlatado, tan injusto como para decidir mantener el sufrimiento del ser amado hasta el infinito, tan absurdo como para convertirse en desamor y ser solo misericordia hacia uno mismo, tan timorato como para no tener cojones de buscar un final digno.
Yo no quiero que mis hijos terminen siendo mis padres jamás, no quiero que me vean hecho una piltrafa ni un hombre destruido, no quiero que me limpien el culo ni me den de comer a cucharadas mientras vomito y escupo, no quiero joderles la vida con mi absurda supervivencia, no quiero que guarden una imagen de un padre agotado y absolutamente vulnerable, no quiero que sientan pena por mí, ni conmiseración, ni remordimientos… solo quiero que recuerden mis risas, mis canciones de superpapucho, mis ganas de vivir y de hacer siempre, mi actitud ante los problemas gordos y los chicos, mi brazo protector y mis absurdas ganas de arreglar el mundo.
No quiero ser jamás Magdalena, bajo ningún concepto, bajo ninguna ley, bajo ningún capricho personal o colectivo, bajo ningún sentimiento de caridad o afecto… no quiero ser Magdalena nunca, porque ya lleva siete jodidos años de no ser que fulmina a todo el que la toca y la siente, porque todo se va destruyendo poco a poco a su alrededor, porque ya su recuerdo [que podría haber sido bellísimo e inolvidable] ha sido brutalmente violado por cada absurdo y mecánico latido.
Quiero morir cuando me dé la gana. ¿Queda claro?
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MAGDALENA
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