Monday, April 21, 2008

Un chien andalou.


‘Un chien andalou’ se cierne sobre mi cabeza [se están realizando unas jornadas andaluzas en el restaurante que hay encima de mi imprenta, unas jornadas de acedías, chocos, soldaditos de pavía, rabo de toro, pescaíto frito y gambas de Huelva, vinito fino y catavinos], y llueve de mareo, como un mar cantábrico, y en el nublado no hay posibilidad de que un cirro afilado corte el ojo derecho de la luna. ‘Le chien’ hace gárgaras con el agua de lluvia mientras espera a que despeje para aullar una soleá o para ladrar una canción de espejos y navajas.
No sangre, nunca sangre, ni sangre Buñuel… pero sí saliva, una saliva densa y blanca para dejar el vínculo de lo desoxirribonucleico más Watson&Crick… saliva que contenga todo el pasado del hombre en un giro helicoidal, saliva para compartir y mezclar, para estar como prestada en otra boca o en otro sexo; saliva para dejar el rastro y hacernos tan eternos que jamás pueda morir nuestra impronta…
No sangre, nunca sangre, o solo sangre del suicida ordenando sus cosas en los cajones, cerrando carpetas y escribiendo la nota final: “No fui yo, que fuisteis todos vosotros…” o “No quiero despedidas, ni lágrimas, ni gestos. Solo olvido”. Y luego el rito, la cuchilla en el brazo bajo el agua templada o el sedante fortísimo en su dosis letal o la soga o el mar llamándote en el acantilado o el vacío del puente o un remix barbitúrico o el metal en la sien… da igual… pues quedó la saliva, densa y blanca, en otra boca o en otro sexo, archivando el pasado imperfecto del hombre universal.
Arriba se pide a gritos una ración de gambas, se ríe a borbotones, se bebe a tragos largos… y aquí la soledad perpetra un verso de rima faralaes, un recuerdo limoso de otros versos de guitarra rasgada que ya escribí una vez:

Mi silla es el ataúd,
mi cuerpo el muerto…
tus ojos son el sueño
cuando despierto.

Cuánta tristeza…
saber que en otros brazos
te desperezas.

Y hay un naufragio de esqueletos con dos cuerpos al pairo, un crisantemo estallando sobre un túmulo, una luz natural que fosforece en farolas San Telmo, una cruz hecha trizas por los chapines rojos del Papa Benedicto haciendo su ballet, un crémor tamarindo para calmar las dudas, un índigo alarmante en las sacerdotisas, un rubor premortal… y los pies encogiéndose buscando el frío último [dicen que en la premuerte hay siempre un notorio encogimiento de pies].
Me desperezo y un bostezo me trae los ojos Metrópolis, esos ojos Fritz Lang del 27, ojos Thea von Harbou, ojos Marx, ojos Babel, ojos Rottwang… ojos para cortar con la navaja de cachas nacaradas, ojos de Ana bostezando por un sueño de antesdeayer.
Y volver a pensar en que habrá de escampar para rehacer los versos aquellos que escribí en un septiembre:

Mujer, hoy, decaída,
me lloras en el hombro
y son tus ojos achinados
bellas postales
después de la tormenta.

Me fascina todo lo decadente, la sorpresa del lujo que derrocha finales, el acabarse estético de un mundo que se glosa y expira, la explosión que es asombro para hacerse destrucción al instante, la escena que celebra que ya no habrá despensa, ni habitación, ni casa, ni siquiera estaciones con sus contrastes… lo decadente y su indecencia feliz.

La memoria es un vasto reflejo,
unas gafas
y un resto de ese olor a calamina quemada
que sirvió en otro tiempo
para armar el futuro.

Entonces
cada virtud alimentaba un defecto
y cada herida
una daga con la que sanar.

La libertad de todos
se supo concretar
en la dura prisión de cada uno.

Y saltar sobre los charcos para decirle al mundo que estás donde la lluvia no es capaz de filtrarse, donde sobra lo que haya de venir, donde maduran los hombres al mismo ritmo que las bayas amarillas, donde se puede hacer crecer un arco iris, donde se completa el círculo y comienza la esfera, donde lo cóncavo es igual que lo convexo, donde no hay paralelos porque todos los puntos se comparten, donde el brillo en los ojos y el carmín en la boca, donde la asimetría esconde el par, donde salpicar y salpicarte hasta la humedad total… y compartirte, y darte, y tenerte, y reír como la vieja sin dientes que se sienta en los escalones de la iglesia.

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