
Concelebré el europeísmo cultural salmantino subiéndome hasta el piso alto del Palacio de Anaya y recitando en alto ante una multitud y la noche entrando un poema pagano que trataba de Marx, de Esnin, del viejo general fallecido para gloria del mundo, de los grises aquellos que nos daban estopa, del Campo San Francisco, de aquella Casa Grande donde las vietnamitas tiraban por las noches panfletos incendiarios… pero antes pulí mi voz ronquísima y mi ánimo con una pinta de Paulaner en O’Hara, mi extraña longitud con un gran capuchino en Capitán Haddok, mi espíritu en la hermosa exposición “Pompeya y Herculano a la sombra del Vesubio”, mi hambre en Pan’s & Co., mi estrecha arquitectura interior en las figuras tétricas de la catedral nueva, mi libido mirando al masturbador escondido en la fachada del Patio de Escuelas y mi vergüenza paseando la Plaza Mayor churrigueresca junto a mi hija Mª Ángeles y su perico Adrián.
Curado de mis males y de todas mis sacras prevenciones, me subí junto a Antonio Colinas y otras diversas clases de poetas distantes hasta lo alto del Palacio de Anaya y recité mis versos frente a un viento cabrón que me ha dejado cistítico y doblado.
Reí de vuelta a casa escuchando a mi hija.
Ya voy mayor. Lo siento.


























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