Tuesday, May 13, 2008

Debo juzgar con magnanimidad el tedio.


Hoy acepto la naturaleza provisional de mis escritos, la acepto y la comparto con la prevención de que en su mayoría no son más que manchas que intentan componer el cuadro de mi mente, un cuadro en el que un día soy capaz del trazo preciso y otros divaga la mano igual que la de un niño que busca las formas sin ser capaz de fijarlas más que en la mancha y el trazo grueso. También hay mil borrones que son la corrección precisa que he de hacerme, porque soy contradictorio y ciertamente contengo diploidía mental, esa cromosomía doble que no deja enfocar las ideas por exceso de foco o por distorsión.
Hoy tomo conciencia de que todo lo proceso con primera intención, pero repitiendo el gesto y pensando que es nuevo otra vez, otra vez, otra vez, otra vez…
Hoy declaro que mi constancia procede de la impaciencia total, a la que me someto, y que aspiro al olvidarlo todo para volver a crearlo y a nombrarlo como si fuera la primera vez.
Hoy sé que mi movimiento en círculos tiene ínfulas de eternidad, que repito para que nada acabe y todo se me quede colgado en un bucle infinito del que no pueda salir jamás y así creer que no participo de esa cosa zoológica que juega a vida y muerte en su sistema.
Hoy no sé si mi verdad es voluntad de verdad o simplemente atención a lo mío, adaptación a lo mío, a lo que quiero.
Hoy casi averiguo que cuando escribo mi diario me escribo a mí mismo y no a vosotros, que lo hago sin rigor y sin cansarme, porque me debo esto como me debo la mano posada sobre un cuello o sobre un vientre.
Hoy aprendí sin más que la imprecisión me hace ser latido, que lo preciso es muerte, que tengo curiosidad y eso es perfecto, que soy intelectual porque imagino y busco lo inverso de cada suceso que me roza, que lo que no comprendo termino por inventarlo a mi manera, que me he hecho capaz de sacar todo lo que pasa por mi cabeza y lo hago sin melindres, que sé que hay algo inesperado en cada esquina y espero que me golpee de frente, que educo a mi cabeza desestimando el mundo de los demás y ella me devuelve adivinación e instinto, que otorgo y quito valor como un pequeño sátrapa… y me sirve, que cuando me comprometo termino asqueado, que encuentro novedad constantemente aunque no podáis imaginarlo, que construir es dar la idea de construcción y que los demás trabajen atados en su desarrollo, que el tonto que soy me enseña mucho más que el listo que son los demás, que dejarlo todo en el plano de las ideas ahorra mi tiempo y lo multiplica… que debo juzgar con magnanimidad el tedio en el que suelo caer, porque de él termina emanando mi esencia.
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Cuando eran tiernas las hojas de los castaños y también las miradas, yo vestía camisas color guinda y pantalones crema cortitos con doblez. Entonces el salón de juegos era el largísimo balcón de la casa de mis padres y la calle entera. Yo tenía dos pandillas, la del colegio salesiano y la del barrio de San Juan. La del colegio estaba atada por el baloncesto y el intercambio de deberes; y la del barrio se armaba en los juegos salvajes de guerrilla, fútbol en el terrero de El Murallón y cientos de horas minicares. Entonces ya me enamoraba de las cosas [también de las chicas, claro] y hacía acopio de las que podía obtener en mi habitación de la casa de la carbonería: piedras con formas reconocibles o extrañas, insectos pinchados sobre corcho marrón con alfileres, varios montones de revistas y cómics diversos, mis libros favoritos [entre los que se encontraban “El libro del joven” o “La cruz invertida”], un trozo de piel de cocodrilo que robé en no sé dónde y una enorme colección de singles “Fundador” que solía poner en mi comediscos azul.
Cuando eran ácidas las manzanas reinetas, me enamoré de una chica preciosa con flequillo y melena que no me hacía caso, y yo sentía cómo el mundo se me venía encima y era infeliz, cómo había un motor extraño que me obligaba a decir tonterías en su presencia y cómo un calor indescriptible subía a mis mejillas y ponía un rojo contraste sobre mi blanco natural.
Cuando los melocotones se maceraban en vino con azúcar en una jarra de casa, pensé que había seres vivos e inteligentes en otros planetas y que los espíritus de los muertos venían a visitarme por las noches y se sentaban a mirarme en el sofá tapizado en cuadritos verdes y negros, pro no sentía miedo.
Cuando las uvas verdes en las parras de los corrales interiores, supe del Mayo francés y lo sentí importante, porque así lo necesitaba mi cabeza y mi primer brote ideológico… y quise ser un clandestino y me gustó la noche y su metáfora. Los hombres entonces se conformaban y decían que no les iba mal con el General, y andaban siempre a lo suyo, acumulando duro tras duro en las cartillonas que emitían las Cajas de Ahorros y el Monte de Piedad, comprando localitos donde crecer y casitas humildes en las que parecer algo más y dejar algo a sus hijos [colgaban siempre en los salones enormes cuadros horrendos con escenas de caza y colocaban candelabros niquelados sobre los aparadores de formica y ponían uno de aquellos monjes meteorológicos en la pared junto a una imagen de la Virgen María o del Sagrado Corazón]. Fue entonces cuando me dejé el pelo largo y desarreglé mi aspecto, cuando dejé que mi barba creciera a su libre albedrío y me hice compañero constante de una mochilita azul en la que llevaba todas mis cosas.
Cuando la tierra del parque fue sustituida por adoquines rojos y blancos, fue cuando empecé a pensar en que no había solución alguna y que, si la había, jamás estaría en mi mano.
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Y que hoy el día ha sido otra vez de paro total y me he dedicado a mirar con ojos golosos los dibujos divinos de Egon Schiele, con cierta turbación por el vértigo de ayer mezclado con este otro vértigo de las líneas mordiendo cada mancha lasciva del cuerpo.
















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