Wednesday, May 7, 2008
Tropiezo y recuerdo que aún no aprendí a caer…
Llegan días de caderas marcadas y piernas infinitas en las que reposar del tedio de los números, días de sudor y luz insoportable, de caliente humedad. Lo estival se avecina con su carga hermosísima de piel y de volúmenes… y para poner un velito de olvido en la piel arrugada y en los ojos llorosos. Yo confieso que me encanta volver a poder disfrutar de la mirada a los cuerpos femeninos despojados de pétalos y hojas, verlos casi en su ser, sugeridos al punto bajo telas vaporosas y transparentes. Y es que sé que de la vida queda el gusto de las formas moviéndose y la imaginación que las lleva al valor de humedad. No, aún no soy un viejo verde, pues tal gusto por lo femenino no es de hoy ni de ayer, que ya a mis doce años sentía las mismas emociones y mostraba los mismos procesos bioquímicos en mi cuerpo.
Hay que gozar mientras se pueda, y gozar no pertenece solo al mundo del tacto, que los demás sentidos conjugados logran altos estadios de placer.
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Acuso recibo de la lujosa edición de la Fundación Jorge Guillén “Obra poética”, de Elena Martín Vivaldi [mil gracias, amigo Antonio Piedra].
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Yuxtapongo mi realidad y mis deseos, y no acabo de orientarme. Busco vanguardia y encuentro pasado repetido. Deseo ser subjetivo y un cubismo de formas me empalaga. Quiero festejarme y se superpone un llanto. Me quiero primitivo y aparezco moderno en mi palabra. Quiero corroborar una actitud y me prevengo en un par de dudas. Juego a orientarme y me siento perdido. Me busco el gusto y convoco asco. Naufrago y no nado. Miro mi biblioteca y oigo el rugido de sus monstruos. Tropiezo y recuerdo que aún no aprendí a caer…
Debo callar y emigrar a climas más propicios,
a tierras en las que el sol apenas asome entre las nubes
y el hacer sea un gusto que no puedan sentir ni los cercanos.
Debo irme de aquí y dejar lo que tengo
para que otros lo peleen y lo traguen con ganas,
porque a mí ya no me gusta estar así,
ni aquí.
Debo marcharme solo,
desprendido de cada una de las cosas
y de cada una de las personas que se aferran a mí
con sus anzuelos.
Debo huir de las caras conocidas
y buscar abedules entre la lluvia fría
porque nada es aquí ya suficiente.
Buscar un vientre nuevo
donde verter el zumo y acostar la cabeza,
unos brazos distintos que sepan recibir,
unos muslos que aprieten
y un no saber quién soy.
He de irme sin nada,
incluso sin memoria.
Desnudo, igual que llegué aquí,
siguiendo los azares de las aves que migran,
siendo una más de ellas
al sopesar lo incierto, al gozarlo,
al temerlo.
Hay un resto en mi carne
pertrechado de pájaros
con su método a punto,
con su norte dispuesto,
con su prisa pendiente,
con su ardor por partir.
No te vengas, no quiero,
aunque yo te lo pida…
Quizás regrese un día…
Quizás no.
•••
Llevo dos días consecutivos rotulando a media altura y me duelen los brazos y los hombros, aunque siempre me suceden cosas chulas cuando me tocan estos trabajos que aborrezco. Hoy coincidí en uno de esos trabajos con Ángel Sánchez, el carpintero más majete de este pueblo y, sin más, me regaló un ejemplar de la novela “Paesi tuoi”, de Cesare Pavese en una edición en italiano de ‘La Stampa’, una joya del maestro de Santo Stefano Belbo que sumo a la edición de “La luna e i falò” que me trajo Joselín de su viaje por Calabria. ¿Chulo, no?… y la sacó Angelillo de su furgón de trabajo, como si nada. Es la hostia mi pueblo, que tiene carpinteros de tal calado y con tales instrumentos literarios encajados entre sus sierras y sus limas, sus formones y sus taladros. Es para escribirlo con arte, ¿no?
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