Sunday, May 25, 2008
Se trata de crecer, solo eso.
Sí, está muy claro, se trata de crecer cada día sin conocer la unidad que mida el crecimiento, crecer a pesar de lo patidifuso que se ha quedado Ángel después de su caída, a pesar de que Guille volvió a romper sus gafas como un zangolotino, a pesar de que la tribu vuelve al principio del mal sin haber aprendido nada del anterior doloroso y larguísimo proceso de muerte. Se tratar de crecer como un miembro invisible o como un pequeño arbusto en el medio del prado.
Ayer crucé cuatro palabras con un par de noruegos de la peña taurina noruega, que habían venido hasta Béjar para asistir a un festejo y habían decidido cambiar el espectáculo cornúpeta por seis horas seguidas de cervecita en barra. De las cuatro palabras cruzadas, dos fueros suyas y otras dos mías. Las suyas [lavantando los brazos como ramseses]: “felices fiestas”. Las mías [riendo con ganitas]: “felices fiestas”. Y salieron a gatas del bar, riendo su melopea nórdica como con avaricia. Y tan claro.
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Después de mil azares hospitalarios [lo circunstancial es profundamente cabrón], pude salir temprano a este ‘jueves’ [que es domingo] de Corpus que reluce más que el sol [llueve a jodidos cántaros] a tomar unas imágenes del proceso de vestido de los hombres de musgo. Me mojé hasta los huesos y el reportaje fue triste, entre otras cosas porque no tenía yo hoy el cuerpo de jota ni los ojos para buscar la nitidez de los detalles que se le pierden a la mayoría. En fin, que hice el ganso de la misma forma que el resto de los bejaranos cumplían el rito de la lenyenda mentirosa [pero económicamente viable] y la cosa católico/mondonga con sus niños vestidos con sus trajes de comunión, el serpol alfombrando las calles y los pétalos de rosas volando desde los balcones al paso de la comitiva [si es que pasa, que a esta hora no está demasiado claro].
El caso es que me retiré pronto a mi cubículo con idea de no salir a ese escenario de lo falso y de la doble moral, y lo hice con un mal trabajo fotográfico, habiendo desaprovechado una buena oportunidad, pues la luz de hoy y el agua cayendo me ofrecían buenos mimbres. En fin.
Ahora tengo los pies calados y he tenido que quitarme los zapatos y ponerlos a secar junto a el radiador.
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Saber que estás atrapado por tu idioma ya es saber bastante. En él nada siempre el error y de él nace cada una de las contradicciones a las que estamos expuestos, con él caemos [aunque con él también tenemos la capacidad de levantarnos] y en él podemos resplandecer.
En todo caso, para mí resulta apasionante buscarle las vueltas y permanecer en el juego constante de las palabras mezclándose con el jugo de la idea.
También es cierto que somos por la palabra, y solo con ella [pronunciada o no] se alimenta la mente y es capaz de tomar dimensiones de crecimiento geométrico. Quizás la oscuridad de un idioma sea directamente proporcional a la inteligencia de los que lo hablan y lo piensan desde su articulación conceptual, pues cuanto más abierto sea un término, más obliga a la mente a buscarle las vueltas y los nudos; cuanto menos sistemático sea un idioma, más presta a poblarse de preguntas y dudas está la mente [esto le jode mucho a las mentes científicas, pero también les abre camino a un hermoso campo en el que la posibilidad crece asilvestrada].
Se piensa en un idioma siempre, en una lengua concreta, y cualquier relación mental que se quiera establecer necesita cada uno de los términos de ese idioma como apoyo insustituible. De tal forma el idioma es fundamental en tu forma de ser imbécil, que contiene acotado en cada vocablo no solo la idea que expresa, sino su contraria y todas y cada una de las gamas tonales que afectan a esa idea; y por ende, también, otras ideas paralelas que devienen sin más junto a la idea expresada con palabras.
Es, así, un mundo vivo que crece constantemente en base a un complejo proceso relacional para el que no sirve teoría alguna por más que se empeñen los filólogos y los empeñados en hacer matemática de lo que solo puede ser asombro.
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La tarde fue bolinga y japonesa, pues el olor a chotuno de la cafetería [traído de seguro por la gleba corpusera humedecida y hambrienta de tapitas calientes con cervezota y todo] me agrió el café hasta casi la náusea… y, a más, teniéndole que sumar a los cuatro pijos madrileños con sus ‘jos’ y sus ‘oyes’.
Bebí con velocidad y me tiré a la calle para respirar hondo y limpio.
Allí, en la calle, el gitanillo chico con cara de Rinconete me pasó a cien por hora con su bici chiquita, la gorda me rabotó su olor rancio en la cara [casí me doy de bruces con ella], el seudokiosko de La Aurora estaba a rebosar de chavalillos mordiendo el goloseo con los ojos, la lunática me miró mientras se levantaba hasta la rodilla la patera del pantalón, saludé a Mateín [que subía la cuesta como ido] y me detuve un ratillo a ver los cuadros raros de un pintor que tiene un localito abierto al público en la calle Mayor [es un decir, porque siempre está en alguno de los bares de la zona]. Mirando uno de aquellos cuadros, una refriega extraña en azules intensos y pan de oro, cabalgó en mi cabeza un caballo olvidado: Decidí de repente no seguir la lectura de “El asombroso viaje de Pomponio Flato”, de Eduardo Mendoza, poniéndole final en la página 123 [justo donde había dejado por la mañana el punto de lectura]… y lo decidí porque al mirar aquel cuadro me di de bruces con la realidad mierdosa de esa obra de don Eduardo en comparación con el desatino azul que estaba entrando por mis ojos. Ambos eran de la misma raíz [o del mismo jaez], pero con la diferencia de que al señor Mendoza lo sacan por la tele y lo entrevistan por la radio, le reseñan en todos los magros suplementos literarios nacionales y los zorolos de Seix Barral le largan una pasta gansona y aritmética… mientras a que a mi pintor de nadas le basta con su sola perversión cromática, un purito barato y un copón de coñac a cualquier hora.
¡A la mierda!, me dije, y regresé a mi estudio para retirar con cierta mala hostia de mi mesa la mentada novela pierdetiempo de ese tipo ingenioso y baladí. Luego volvía jurarme que jamás volveré a abrir una novela y que buscaré las que pueblan mi biblioteca y las iré pintando una a una de negro, cada una de sus páginas, para que contengan algo digerible y no quede su física presencia en vano.
No debiera haber perdón posible para quienes utilizan la palabra con fines cerrados y con subfines monetaristas, para los que prolongan una idea simple hasta el tedioso y vacío texto rumiado y predigerido, para los que son capaces del absurdo de llenar quinientas páginas con palabras sin decir nada, para los que le buscan un uso de vaciedad a una herramienta que está templada para ‘decir’. Nunca como ahora he odiado más a los novelistas, a los narradores… hasta el punto de que busqué en Google una imagen de Mario Vargas Llosa para llamarle imbécil a voces, pues recordé de pronto que perdí más de un mes de mi vida leyendo “La guerra del fin del mundo”. ‘Peripecias’, eso es lo único que saben modelar con palabras.
Tomé una Coke del frigo y escribí en la pared con carboncillo: ‘¡A la mierda!’
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EDUARDO MENDOZA
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