Saturday, November 29, 2008

Es hermosa esa nieve.


Cuando salí a la calle esta mañana, estaba nevando intensamente y sonreí [la nieve siempre me trae recuerdos alegres y me pone el cuerpo a tono]… y al llegar a mi estudio comprobé que aquí adentro también acababa de caer una hermosa nevada, pues al abrir mi mail me encontré con el aviso de La Caixa de una fuerte colaboración con ‘SBQ solidario’ por parte de los colegas Jesús y Sinda [para que os hagáis una pequeña idea del valor de las aportaciones económicas que nos hacéis llegar, os comentaré que tenemos determinado ya un terreno en Alto Moche y estamos valorando su compra. Son 2.000 metros cuadrados y su precio oscila entre 600 y 800 euros]. Así que me puse a dar brincos y a reír a carcajadas gracias a vosotros, hermosos vencidos que aún no sabéis lo que es rendirse. También estoy gozando de esa sensación antigua que me indica que lo estamos haciendo bien esta vez, sin mediadores grandes que se dejen un bocado importante del pastel en gastos de gestión y en sueldos solapados a ‘voluntarios’ [guardo de eso muy malas experiencias, circunstancia por la que me he decidido a gestionar estos proyectos directamente y hasta el final, me cueste lo que me cueste, para conseguir que todos los recursos, absolutamente todos, lleguen limpios hasta quienes los necesitan].
Hermoso día se presenta, compañeros.
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Recién comido y solito, como más me gusta, subí con mi coche hasta el montecito de El Castañar y me di un paseíllo por la nieve virgen, jugando a dibujar con mis pisadas el lamido esqueleto de una mujer aterida de frío, su columna vertebral como calada entre las agujas caídas de los pinos sobre el manto blanquísimo. El frío me acogió hasta penetrarme con ese rigor suyo que golpea y enciende la nariz como un piloto. Lo sentía voraz en esa simetría que supone la muerte con la vida y hasta atiné a burlarme de su aliento y de sus gélidos puñales colocando mi mano durante un minuto largo, abierta, sobre el pudor del blanco.
Tocar la nieve, apretarla, requiere la cautela de saber cuándo dejarlo… penetrarla, precisa de una heráldica del frío minuciosa y alquímica… llevártela es asunto algo más delicado, como apresar el viento de una tarde o el cómico chillido de cuclillo.
Mancillé el blanco con auténtico gozo [me encanta mancillar lo que es diáfano e impoluto, lo reciente, lo perfecto, lo estrictamente desnudo] y me figuré espejo de carne buscando una presencia que se hiciera reflejo en mi volumen… pero no la encontré.

Volví aterido a refugiarme en mi estudio, con las manos ardiendo como carbones encendidos, con la nariz golosa en su goteo, con la boca lanzando humaredas de vaho como pequeñas nieblas, con los pies azulados y la cistitis mía latiendo como un párpado en el centro.
Disfruté del silencio y del sordo crujido de mis pies en la nieve, de algunos derrapajes con mi coche contento en el campo de fútbol de los PP teatinos, de las fotos que hice en lo oscuro del día, de las bolas de nieve que tiré a los erizos, de los copos cayendo racheados y vivos, de algunos resbalones, del verde contoneándose en las plantas perennes, de mi risa en el centro de aquella soledad incomparable.
El santuario tenía sus dos puertas abiertas… la imagen de la virgen estaba sola, a oscuras, esperando a que alguno pusiera una moneda para hacerla de luz [el vil dinero].

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