Cuando se esfumó Venezuela, atravesando el cielo raso de mi estudio como un gas inexistente, merodeé por algunos de los blogs que sigo habitualmente y no me encontré maravillas, así que pasé por encima de casi todo, aunque recalé en uno que me hizo daño de verdad y me va a hacer reflexionar sobre plantearme algunos cambios en mi historia bloguera –y también en mi historia real–... no se sabe medir –ya lo escribí hace un par de días– entre lo real y lo virtual, y las consecuencias pueden afectar a personas que no tienen nada que ver con estos cuentos chinos informáticos que tanto entretienen a quienes pierden los parámetros de eso que se llama “pisar la calle”. A ver, yo, desnudo, sin ropa que me cubra y que me esconda, soy exactamente yo... si me pongo unos gayumbos de lunares rojos, sigo siendo yo, pero los gayumbos dicen cosas de mí a otros ojos, y esas cosas ya no son yo, son la idea de mí que percibe el otro sin mirar mi cuerpo, pues sus ojos solo enfocan a los lunares rojos... si, además, me pongo unos tejanos rotos, una camisa Lacoste nueva, unas gafas Dior, unas sandalias progres y un sombrero de paja con plumita... el asunto del yo desnudo desaparece. Y no digo nada si en vez de mostrar mi presencia física, enseño a los ojos mirones y ávidos una presencia literaria y virtual... el problema termina recalando en que, quien no tiene discernimiento de lo real y de lo virtual, de lo real y de lo literario, de lo real y de lo enmascarado... saca consecuencias de mi desnudo que son pura tergiversación y exacta parcialidad.
Hasta aquí, la cosa tiene un pase y, ya se sabe, quien se muestra, se arriesga a ser mirado, a ser nombrado y a ser calificado... no pasa nada, que eso es a lo que se arriesga el que se muestra.
Lo peor es que quien accede a lo mostrado, lo tome en el equivocado campo de lo exactamente real y, cuando te ve por la calle o sentado en el bar, con tu cafetito a medias, confunda a tu personaje contigo y te monte un número parecido al del protagonista malo de una serie de ficción al que las viejitas le tiran tomates cuando va por la calle real en su vida real... que eso sucede con harta frecuencia.
Cuando escribo soy yo, claro, pero soy un yo literario, con máscaras grotescas, con gafas rosas, con sombreros de papel prensa, con sentimientos llevados al límite, con la carne abierta o cerrada... un yo de ficción que me sirve de perfecta vía de escape a esta vida gris y anodina que llevo... y ya no explico más, que todo esto me cansa mucho y sé que quienes deben procesarlo, son incapaces de digerirlo, por lo que mi trabajo es en vano... es por ello que me plantearé cambios seriamente en varios aspectos virtuales y reales.
Después del jaleo bloguero, hice un intento de conexión con Perú para ver cómo van por allí las cosas, y lo conseguí a eso de las 10:20 p.m. [los problemas particulares siguen poniendo retraso en los proyectos y debo buscar un solucionario al caso que lo active todo de alguna manera]. Cuando llevaba diez minutos escasos de conexión, recibí llamada de mi amigo Manel pidiendo cariño, abrazos y un ratito de conversación íntima. Accedí sin pensármelo y corté la conexión con Perú [pido disculpas, porque sé lo que cuesta acercarse a las tres de la tarde hasta un ciber, pagar la media hora de conexión con un dinero que se necesita para otras cosas, y que el tipo de acá (yo), corte la conexión porque tiene que charlar con un amigo]. La verdad es que percibí enseguida que Manel me necesitaba y tomé la decisión de forma inmediata y sin medir las consecuencias, pues hacía semanas que no charlábamos y solo le había visto de pasada en el acto de despedida de un familiar suyo fallecido de una forma trágica y muy cruel.
Mi amigo quería vaciarse, y lo hizo conmigo, como cuando éramos críos, sentados hasta altas horas de la noche en una terraza [andaban desmontándola los camareros mientras charlábamos] y tomándonos un maravilloso Havana 7 con Coke y zumo de limón.
Con las copas en la mano, mi amigo se soltó rápido, quería sacar toda la mierda acumulada y compartirla, y yo le escuché en silencio, sabiendo que era la mejor actitud que podía ofrecerle. Cuando acabamos nuestras copas, decidimos caminar despacito hasta casa por una Calle Mayor vacía y oscura que era marco perfecto para nuestras palabras compartidas. Mi amigo decidió acompañarme justo hasta el portal de mi casa, y allí nos fundimos en un abrazo fuerte en el que yo noté toda su impotencia junto al inigualable afecto que conlleva nuestra amistad. Era tarde ya, pero la conversación me dejó tan despierto, que volví a tirarme a la calle para respirar hondo [se vinieron conmigo Mª Ángeles y Guillermito con su patinete, que vio el cielo abierto para lanzarse a tumba abierta por las calles desiertas a esa hora, mientras yo tomaba aire para seguir].
No dormí nada bien, pues mi amigo se me venía a la memoria, y me levanté relativamente tarde para volver caminando hasta mi estudio, con las gafas de sol tapando mis ojos rijosos y el paso casi mortecino.
Pasé como quince minutos sentado en mi silla de trabajo sin encender la computadora, con la mente en blanco, y de pronto decidí activarme y ponerme en marcha. Encendí mi IMac y busqué en los archivos las últimas fotografías que le hice a Sara, el nuevo miembro de nuestra familia.
Sara es un tesoro que, entre otras cosas, ha vuelto a traerle a mi Antonio una sonrisa que no había vuelto a ver colgada en su rostro desde hace muchos años, está absolutamente feliz con su niña chica, en abuelo integral y gatinino [expresión que le gusta mucho a nuestra común amiga Sinda].
Mirando a Sara en mi pantalla, comprendo que es promesa de todo y de nada, que es algo que está por hacer y que ha caído, sin más, en el mundo azaroso de los hombre, una flechita lanzada que ahora es el amor completo para quien la toma entre sus brazos, una flechita que tendrá que pasar por sonrisas y lágrimas, por abundancia y faltas, por tramos de tristeza y por alegrías grandes, una flechita en el camino de ‘ser’ que me ha traído una ternura que no había vuelto a sentir desde que murió Magdalena [Leticia también me la trajo ayer en un paquete grandote, que tengo suerte para estas cosas]... creo que le eché más de una hora a mirar y remirar las imágenes de Sara... Sara dormida, Sara despierta y haciendo un amago de sonrisita, Sara haciendo pucherones, Sara rebesada por cada uno de los que aparecían en las imágenes... y me sorprendió de pronto ver cómo la mirada de Antonio en un par de tomas era fresca, juvenil, dinámica... se le apreciaba muy rejuvenecido y absolutamente entusiasmado con las circunstancias... y mirar luego cinco tomas que le hice a Nena en las que en su cara se percibía tensión, preocupación y algo difícil de explicar que aún estoy procesando y que no puedo entender [quizás fuera el momento de las imágeness o que ella se encontraba incómoda ante la dirección que tomaba mi objetivo Nikor de 50 mm]... es como si a Antonio le hubieran quitado un montón de años y a Nena le hubieran puesto alguno más de los que tiene [quizás el asunto pertenezca más al proceso psicológico de ser abuelos que a la mera plástica de unas tomas fotográficas semiposadas]. No sé.
El caso es que seguí mirando a Sara durante un buen ratito, las ‘engordaderas’ como puntitos blanquitos que tiene bajo el ojito izquierdo, los arañacitos en las mejillas que se hace con las uñitas en su piel delicada al desperezarse, la boca chiquitilla y dulcísima, los ojos rasgaditos, la naricilla respingona y todos esos rollitos que pueblan su cuerpo entero, que dan ganas de pegarle mordiscones.
Luego me decidí a trabajar un poquito en la revista de ferias de Ledrada, con el fin de dejar adelantado algo para el lunes, mientras oía a todo volumen el “Après moi” de Regina Spektor, que me vuelve loco... y lo escuché una y otra vez, mientras maquetaba anuncios de jamones ibéricos y trabajaba el recorte de algunas imágenes para la cubierta de esa revista.
Mientras trabajaba, recibí una llamada de Luisa Vicente, de la asociación “Salamanca Memoria y Justicia”, para darme el visto bueno a la edición del libro sobre los asesinados en la zona de la comarca de Béjar por el régimen fascista de Franco y para charlar sobre algunas circunstancias de la asociación [Luisa es una mujer extraordinaria que se deja sus días en la lucha por recuperar la memoria de nuestros muertos y desaparecidos durante la infame guerra incivil española, y quiero agradecer aquí todo su empeño y su trabajo callado].
De pronto tuve capricho por tomarme un helado y subí a comprarme uno inmediatamente, y me lo estoy zampando mientras escribo estas palabras.
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