Si me hubieran preguntado, habría asegurado que el tipo era un tragasables o un nazi atemporal... estaba rapado como los eunucos de los cuentos y tenía unas arruguitas de lagarto en la nuca, justo hasta donde se le extinguía el cuello. Se podría decir que era un gordito de esos que alguna vez se dedicaron a muscularse, pero que se agotó de tanta mancuerna y tanta hostia, y se dejó llevar por las cenas copiosas y las copas en el trasnoche. Agotó su cerveza de trago rotundo y subió las escaleras del chiringuito con una chulería que hacía compás en sus nalgas, bien marcadas en unas bermudas de cuadros blancos y azules. Me sorprendió verle abrir la furgoneta blanca y celeste, una furgoneta “W” de los años hippies, pero absolutamente remozada e impecable... no me cuadraba el tipo con aquella “lechera” extraordinaria... y seguí poniendo firmas putativas en los diplomas, como un zombi... sentí un portazo y volví mi cabeza hacia el lugar del golpe. Era el tipo de la lechera W, que había salido de ella acompañado por una muchacha hermosísima vestida de blanco, tan impecable como la lechera, con una camiseta cortita que dejaba ver su vientre y parte de su espalda, que estaba profusamente tatuada... no me cuadraba nada... ¿una mujer tan bella con aquel mastodonte vestido de surfero?... y tampoco me ajustaban aquellos tatuajes extensísimos sobre una piel tan blanca... y menos sobre un cuerpo que podría ser de una virgen de porcelana.
Seguro que era mi postsueño [siempre tardo un par de horas en procesar después de levantarme de la cama, y hoy había tenido que acelerar mi espabile porque Miguel me llamó para pedirme los diplomas del Seminario Intensivo de Blues y se me había olvidado hacérselos... me dijo asustado: “los entrego dentro de dos horas, Felipe, no me jodas...”, así que me puse manos a la obra entre las últimas legañas y algún que otro bostezo...], sería eso, seguro, sería que aún mezclaba mi catacumba onírica con las imágenes reales que me entraban por los ojos y me salía aquel pastiche.
Le pregunté al camarero la hora, y no tenía reloj [me dijo que nunca lo había tenido], y me imaginé que serían las once... pero alguien que me oyó, me dijo que que iba a dar la una. ¡Joder!, cómo se me había pasado el tiempo... miré al camarero y le pregunté bajito: “¿y estos...?”... “son del curso de blues, que ya estamos de blues, Felipe”, me dijo.
Y comencé a entenderlo todo, al tipo con cara de eunuco y porte de surfero, a la chica divina del enorme tatuaje, a la lechera W blanca y celeste. Con mi encierro mental se me había olvidado que ya estamos de blues y que debo cambiar de tono y de timbre en mi cabeza. Y me alegré muchísimo.
Estos días pasados andaba renqueante y cabreado –cabreadísimo–, y cualquier circunstancia me crispaba hasta el punto de la ira. Andaba valorando un nuevo encierro en mí mismo, un volver a reñirme con el mundo entero para encontrar mi espacio y disfrutarlo, pero ya llegó el blues y eso lo cambia todo... me dejaré de mí, fumaré y beberé lo que me plazca, bailaré como un ganso al son de las guitarras o al compás de las voces rompiendo cada noche.. y quizás hasta me haga colega del eunuco y su chica... o lo mismo ni eso.
La presión que sentía ya se va diluyendo y me fumo un cigarro mientras busco en mi memoria algún nombre perdido con el que concretar las ramas de estos días.
No sé ser para otros, y menos sé ser para mí mismo... no merezco atención ni cuidados de nadie, no sé hacer más que daño cuando me pongo afilado y necesito soledad y calma... y me da lo mismo... pero ya llegó el blues y voy a disfrutarlo como si fuera la última estación o el enésimo vaso de la noche.
No me importa la gente, porque yo no me importo... y necesitaría empezar a escribir de nuevo como una pasión, decir mi mierda con palabras grandilocuentes y tocarme todo el cuerpo con las manos.
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“No había adónde ir, excepto a todas partes” es quizás la mejor frase de Jack en todo su mítico “On the road”. La verdad es que en esta lectura me está resultando un escritor flojo, aunque encuentro chispas que me hacen volar como un buen puñado de hierba apañada en papel de fumar. Los libros míticos tienen estas cosas, que encuentras chispas, pero te vas dando cuenta de que no son nada en su conjunto [quizás son una primera vez para quienes los descubren y para quienes los copian con esmero poniendo su nombre en cabecera]... y algo así sucede también con El Quijote, otro libro mítico de viajes, otro on the road zorolo que alucina horas y horas a tipos que debieran utilizar su tiempo en otras cosas más magras [perdona, Ojedita, que estoy faltón, ya sabes... pero me consta que eres de las pocas personas que conozco que sabe encajar con elegancia]... en fin... que ese “no había adónde ir, excepto a todas partes” me deja la sensación de que el libro le sobra al libro, porque en esa sentencia se completa.
Ahora tampoco hay lugares que sean meta [ni lugares físicos como Samarkanda, ni lugares ideales como Ítaca], y eso hace que los caminos florezcan allá por donde pongas la mirada... también caminos hacia atrás, hacia la memoria... caminos en los que están todavía tipos tan importantes como J. Servando, una suerte de molusco endiablado y casi mudo que me enseñó cómo sentir a Leonard o cómo jugar con las imágenes en los solarizados, o con el trampeo de tiempos, en el laboratorio fotográfico que nos habíamos inventado en el 76 con una ampliadora vieja y los barreñitos de revelador/agua/fijador/agua. JS era un tipo fecundo y aminorado de gestos [lo sigue siendo un poco cuando me lo encuentro de muy tarde en tarde], siempre sabía lo que quería y manejaba una postura intelectual que le había pillado a una hermosa camada de hermanos mayores que los demás colegas no teníamos [esa fue siempre su ventaja]. Recuerdo que buscábamos presentarle al mundo imágenes compendio de nuestro universo postadolescente, y gastábamos cajitas de papel AGFA que acababan pegados por todos los cristales de nuestras casas, que hacían la labor de esmaltadoras para sacarle el brillo al papel fotográfico... o el gurú Camps, altísimo y siempre taciturno, poseedor de todo el misterio musical de nuestro tiempo, además de un porte extraño que te hacía importante si lograbas pasar junto a él un par de minutos [tuvo una mala muerte, pero fue un tipo extraordinario en esa intelectualidad que normalmente le niega el mundo a los seres que emergen de la edad como tallos frescos]... o la bella Carolina, a la que recuerdo con guirnaldas de flores sobre su cabello –quizás nunca las tuviera, pero la memoria me juega estas raras pasadas–... o aquel grupo sandinista [en estos días se cumplen los años de la expulsión del sátrapa Somoza de las tierras hermosas de Nicaragua] con el que compartíamos local los jóvenes radicales empeñados en luchar contra el tardofranquismo y contra el miedo de todos sus sicarios...
“No había adónde ir, excepto a todas partes”... y tomábamos caminos estéticos a veces [los días amanecían medio lunes y se ponían un poquito miércoles a la hora de la merienda... ¡ay!, Angelito, amigo y muerto]... y otras veces los caminos eran de pura carne y de humores pegajosos y calientes [intentar hacer el amor en edificios abandonados de aquella Helmántica de barrio chino y basket]... y otras veces todo se abonaba para comerte el mundo empapado de alcohol y bien rodeado de muchachas monísimas que pensaban en el amor libre... pero no habían aprendido a practicarlo... hoy todas esas muchachas tienen doble papada y calzan tacones de la temporada pasada como si fueran nuevos... y enredan a ciegas en sus bolsos para encontrar un lipstick rouge y repasar sus labios resecos por la falta de besos... a veces me pregunto cómo será su ropa interior... pero deserto al poco.
Sí... excepto a todas partes.
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Acabo de enterarme de que, en otoño, el Museo Thyssen nos ofrecerá una exposición grande con obra de Man Ray, un tipo que siempre me ha apasionado y en el que encuentro siempre nuevos indicios sobre los que escribir. Man fue el mejor cazador de musas de la Historia del Arte... creo que este año viajaré a la capital del reino unas cuantas veces.
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